La educación es una materia siempre controvertida en cualquier política gubernamental pues conlleva una carga ideológica profunda respecto a la visión que transmitimos a las futuras generaciones de lo que se considera el patrimonio común y de cómo se ha de construir la sociedad y la civilización humana.
Por eso es tan radicalmente difícil llegar a un “pacto educativo” que concite concepciones tan diferentes sobre el ser humano y el tipo de ciudadanía y civilización que ha de construir para conseguir un mundo más justo y mejor. De hecho, desde los sectores conservadores y neoliberales ni siquiera se plantean que haya que construir un mundo más justo y mejor. Es más, en el fondo sigue latiendo el modelo tradicional que únicamente se renueva en la terminología con el “neolenguaje orwellino” inaugurado por el PP que habla de “ajustes” para evitar el término “recortes” o “centros de iniciativa social” para ocultar que se refiere a colegios privados.
El sector neoliberal sigue convencido de que unos (los suyos) sirven para estudiar y otros para trabajar. A éstos hay que derivarlos cuanto antes hacia el mercado laboral, pues atenta contra la eficacia dilapidar esfuerzos y recursos en quien no quiere o no puede aprovechar las oportunidades que se le dan, aquellos que más dificultades presentan en el proceso de aprendizaje. Esto es lo que ahora denominan “atender a los talentos” de cada uno. Por supuesto, sus hijos e hijas y los de su clase social son los que sirven para estudiar, los que tienen talento para el éxito escolar -aunque sea a base de pagar cientos de horas de clases particulares-, mientras que los otros lo tienen para el trabajo manual -los destinados a la formación profesional o a los itinerarios basura, vía para expulsarles cuanto antes a un mundo laboral de precariedad, temporalidad y rotación-.
El sector conservador, por su parte, garante de claros y firmes principios morales, aborrece materias que puedan adoctrinar a las futuras generaciones en valores tan poco recomendables como el reconocimiento de la diversidad en los modelos familiares y en la orientación sexual. No quieren hacer zozobrar a las futuras generaciones abordando contenidos tan controvertidos como las causas que provocan la violación de derechos humanos, la pobreza o la desigualdad, ni que haya alusiones a los conflictos sociales y las desigualdades de nuestra sociedad. Para ellos es clave recuperar los “valores de toda la vida”, como la defensa de la iniciativa económica privada en la generación de la riqueza, el fomento del espíritu empresarial o la moralidad de los postulados de la iglesia católica que transmite la asignatura de religión católica, que esa sí debe estar en todos los centros como materia dura y evaluable desde educación infantil. Sólo así consideran saldrá una juventud formada y recta.
El sector neoliberal, que tiene una fe inquebrantable en la libre regulación del mercado y la desaparición del Estado (excepto cuando les tiene que rescatar), apuesta por externalizar los servicios educativos a sus empresas, privatizar la gestión de los centros educativos públicos o regalar el suelo público a sus empresas privadas para construir negocios educativos. Creen firmemente en su propio dogma: la gestión privada, que estimula la iniciativa espoleada por el lucro y la ganancia individual, gestiona mejor y de forma más eficiente que la gestión pública y común de los bienes y derechos colectivos. Es un mantra que a fuerza de repetir constantemente repiten reiteradamente ya ni siquiera cuestiona la “creativa” conducta de su santo patrono Díaz Ferrán, ni la “intachable” actuación de Lehman Brothers. Además, para el sector neoliberal, la proliferación de centros privados ofrece la oportunidad de excusarse en la “libertad de elección” para esconder su rechazo a educar a sus hijos con los que no son de la misma clase. Porque detrás de muchos argumentos a favor de la libre elección de centros privados subvencionados, más que fervor liberalizador, lo que esconden los privilegiados es el rechazo a la mezcla social.
El sector conservador que tradicionalmente abogaba por “la letra con sangre entra”, ahora lo traduce en la eufemísticamente denominada “cultura del esfuerzo”. Pero, en el fondo, sigue siendo la misma idea: cree profundamente en el esfuerzo y el sacrificio. Por supuesto, el “sacrificio de los otros”, pues hace mucho tiempo que inventó el concepto de “hipocresía”, sabiendo que era a los demás a quienes había que pedir que tuvieran una “vida ejemplar de sacrificios y esfuerzos”, mientras que los suyos sabían que tenían reservados toda clase de “placeres” si aparentaran rectitud y una vida “intachable”. Por eso no tienen ningún empaque en exigir que la educación se convierta en un camino de penitencia y sufrimiento, trufado de pruebas y exámenes continuos, transformando el apasionante acceso al conocimiento en un auténtico viacrucis. Para ellos es un sinsentido buscar estrategias y formas de motivar y entusiasmar al alumnado por el aprendizaje. Hay que volver al tradicional modelo de enseñanza basado en la presión de los exámenes y las reválidas, frente a ese modelo educativo “liberal” centrado en las necesidades y motivaciones del alumnado. Un viacrucis selectivo donde en cada estación vayan cayendo aquellos que no se sacrifican con suficiente entusiasmo en el ara del esfuerzo y la adaptación al sistema. Condenados por su propia falta de sacrificio. Culpables, al fin.
El sector neoliberal, por su parte, defiende con entusiasmo aplicar la teoría de la competitividad darwinista a la educación. Así los centros educativos tendrán que aprender a competir entre ellos, anunciando en el mercado de consumo su especialización y sus logros en los rankings que se publicitarán, como si de una liga de fútbol se tratase. Lógicamente los centros educativos sufrirán el denominado “efecto mateo”, aludiendo a la parábola de los talentos en el evangelio: aquellos centros que tienen mejores resultados, alcanzan la excelencia, se le dará más financiación y tendrán en abundancia, pero a los que no tienen buenos resultados y se encuentran con más dificultades, se les quitará aun lo poco que tienen. Es la ley del mercado. Aquellos “productos” más demandados son los que tenemos que reforzar y expandir su consumo. Sobrevivirán los más fuertes, los que mejor se adapten. Los centros tendrán que luchar y competir por estar en la parte más alta posible del ranking, dedicando el tiempo escolar de forma eficiente a preparar las reválidas para que los resultados del alumnado les permita estar en primera división, no sea que las familias ya no les elijan y la financiación se recorte. Ya no se tratará de qué puede hacer el centro escolar por el alumno o alumna que entre en él, sino qué puede hacer el alumno o alumna por el centro escolar para que suba y no baje en el ranking. Lógicamente los mejores centros, en este modelo selectivo darwinista, tenderán a desembarazarse de aquel alumnado que pueda poner en peligro su clasificación en el ranking: alumnado con diversidad, de minorías o con dificultades de aprendizaje.
Este es el nuevo mundo, la nueva epifanía educativa, que nos anuncian neoliberales y neoconservadores en la actual LOMCE. ¿Es posible, por tanto, un pacto educativo?
No hay posibilidad de un pacto educativo al margen de ideologías. Toda concepción educativa, como hemos visto, conlleva una ideología. En esto está de acuerdo toda la comunidad científica internacional. Pero ¿hay mínimos básicos en los que incluso los sectores neoliberales y neoconservadores podrían compartir? Las veces que se ha intentado, la última con el anterior Ministro Gabilondo, lo que se constató es que sólo es posible hablar de pacto si se cede incluso en los mínimos básicos a sus postulados. Un ejemplo de ello fue que el propio Ministro acabó asumiendo que el Sistema Público Educativo debería integrar también el sector privado subvencionado con dinero público, algo que consagraba y establecía taxativamente como algo definitivo y en situación equiparable la doble red de centros públicos y privados-concertados (que fueron creados de forma provisional para llegar donde lo público no llegaba). No es de extrañar que en la actual LOMCE el PP avance aún más en este sentido y postule ya la subsidiariedad de lo público respecto a lo privado. Es decir, convierte la educación pública en subordinada y dependiente de la educación privada subvencionada, estableciendo que la programación de la educación obligatoria tendrá que tener en cuenta la oferta de centros privados concertados existente además de la demanda social. Se suprime así la obligación de las Administraciones educativas de garantizar plazas públicas suficientes, especialmente en las zonas de nueva población.
Es, por lo tanto, muy difícil hacer pactos educativos con quienes quieren reducir el período de enseñanza obligatoria, excluyendo a una parte de quienes han sido incluidos en el último medio siglo mediante reválidas, itinerarios, especialización centros, etc. Es muy difícil hacer pactos educativos con quienes quieren reformular el principio de gratuidad de un derecho social como es la educación mediante el repago, los cheques, la deducción fiscal, la subida de tasas, etc. Es muy difícil hacer pactos educativos con quienes quieren consolidar y aumentar la diferenciación de dos redes de educación, recortando la educación pública y potenciando la privada, mediante la equiparación de la privada subvencionada, la cesión de suelo público a empresas privadas, la explotación de centros públicos por negocios inmobiliarios, etc., etc.
Sólo sería posible un pacto educativo si los sectores neoconservadores y neoliberales, en vez de tratar de imponer a golpe de decreto medidas contra la evidencia empírica de que dispone la comunidad científica internacional, se avinieran a acordar unos mínimos, líneas rojas básicas acordadas ya hace tiempo entre los profesionales y expertos del mundo educativo.
La extensión, consolidación y reforzamiento de una red suficiente de centros de titularidad y gestión pública que garantice, en su extensión y oferta educativa, el derecho universal a la educación en todas las etapas educativas en condiciones de igualdad. Una apuesta por una educación plural y crítica, laica, participativa, coeducadora, intercultural, inclusiva, compensadora de las desigualdades sociales y gestionada democráticamente. Que busque la calidad manteniendo la equidad, garantizando el derecho de todos y todas a aprender con éxito y obtener la titulación correspondiente, sea cual sea su procedencia social o cultural. Que para ello, tenga recursos suficientes para atender de forma personalizada la diversidad del alumnado, lo cual implica una rebaja sustancial de ratios o de horas lectivas del profesorado, elementos que influyen poderosamente en las actuales tasas de abandono y fracaso escolar, como demuestran todos los estudios e investigaciones internacionales. Que conciba la evaluación como estrategia de mejora y no como mera “medida de resultados” del alumnado para establecer rankings o clasificaciones de centros. Una educación cuyos contenidos sean científicos y sirvan para el desarrollo humano, dejando las enseñanzas confesionales fuera del currículo y del horario lectivo. Con una formación profesional ampliada y equitativa de todas las familias profesionales, en función de su rentabilidad social y no sólo de la rentabilidad inmediata de las empresas, no permitiendo prácticas que supongan convertir al alumnado en mano de obra barata. Diseñando una formación inicial que motive y fomente su autoridad profesional mediante la adquisición de estrategias de diálogo para convencer y de negociación para resolver conflictos. Con una gestión democrática y participada de forma efectiva por toda la comunidad educativa. Sin olvidar un modelo de Universidad pública que no está supeditada exclusivamente a los intereses del mercado; donde la transferencia del conocimiento tecnológico financiado públicamente sea de dominio y servicio público; con una gestión democrática y participativa y con una financiación pública suficiente para garantizar un sistema de becas-salario y ayudas al estudio, que permita el acceso sin discriminación social.
Estos mínimos si se quieren pactar conllevarían inevitablemente una ley de financiación del sistema educativo, que garantizara la suficiencia de recursos para afrontar las medidas planteadas, asegurando que se alcanzara el 7% del PIB en gasto público educativo. Sólo así se podrá hacer realidad la mejora del sistema educativo y el derecho universal a una educación de calidad en condiciones de igualdad. El problema es que la Ley de Wert va justamente en dirección opuesta.