La denominada “libre elección de centro” no es (ni debe ser) un derecho social. Es la manifestación particular de una preferencia de escolarización determinada que en ningún caso puede ser determinante a la hora de satisfacer las necesidades de escolarización de la población en su conjunto. No cabe pues equiparar una preferencia particular con el derecho universal a la educación, que ha de ser garantizado por los gobiernos y las administraciones públicas en condiciones de igualdad.
Las políticas educativas de las Comunidades Autónomas gobernadas por el PP, así como la actual reforma educativa del Ministro Wert, tratan de poner al mismo nivel el derecho de todos y todas a la educación y esa preferencia de selección de centro, buscando que las Administraciones educativas garanticen por igual, tanto el derecho a la educación como la “libertad de elección” de centro por las familias.
Tras esa supuesta “libertad de elección” se esconde un modelo neoliberal que está calando profundamente en el discurso y en el imaginario colectivo de buena parte de la sociedad. Su fuerza, como explica el profesor Antonio Viñao, reside en que es un discurso en el que se traslada un mensaje que habla de libertades, contra el que, al menos en un plano teórico, no parece posible oponer otro de signo opuesto. ¿Quién va a estar en contra de la libertad? ¿Quién va a propugnar, frente a ella, un sistema en el que las familias no puedan elegir para sus hijos e hijas el centro docente que deseen, o que restrinja su capacidad de elección? Cualquiera que lo hiciera perdería de inmediato el apoyo de amplios grupos sociales.
El discurso neoliberal encuentra, por ello, una audiencia muy amplia no sólo entre quienes ya ejercen o pueden ejercer la libre elección de centro docente, sino también entre ciertos sectores de la clase media y media-baja a los que no les basta la escolarización generalizada -la han conseguido ya-, sino que buscan una enseñanza de “élite” que les facilite escalar socialmente. Y es ahí, donde determinados centros, por lo general privados, aparecen como el paradigma capaz de proporcionársela, por tratarse de centros cuyo alumnado procede mayoritariamente de las clases y grupos sociales más favorecidos, con los que quieren que sus hijos e hijas se relacionen y a los que quieren que pertenezcan en el futuro.
Los estudios internacionales muestran en efecto que no son tanto los programas o el currículo ofertado lo que determina las elecciones efectuadas por las familias, como la composición étnica y social del alumnado, junto al modelo de disciplina y control o los recursos extraordinarios de que disponen los centros docentes. En realidad, como afirma el profesor Gimeno Sacristán, detrás de los argumentos a favor de la libertad de elección, más que fervor liberalizador, lo que se esconde es el rechazo a la mezcla social, a educar a los hijos e hijas con los que no son de la misma clase.
Esta mentalidad profundamente clasista y neoliberal ha colonizado el sentido común de buena parte de las familias, especialmente las acomodadas que pueden permitírselo, porque disponen de los recursos o habilidades suficientes para ello, para tratar de seleccionar un particular centro que es percibido como un entorno que le va a proporcionar determinadas ventajas competitivas en el futuro mercado laboral a sus hijos e hijas, o que les van a aportar unas determinadas redes de relaciones y de contactos que pueden resultar ventajosos o muy “adecuados” para progresar socialmente.
Lo cierto es que las investigaciones internacionales concluyen que las políticas de libre elección de centro docente incrementan la separación del alumnado en función de su origen y clase social y acelera la estratificación social de las escuelas y las diferencias de calidad entre ellas. Que además son particularmente beneficiosas para las clases altas, por ser éste el grupo social que mejor se entera e informa de las oportunidades que surgen, y el que más se aprovecha de ellas cuando aparecen. De hecho, el informe Equidad y Calidad en la educación de la OCDE advierte de los peligros que conlleva la libertad de elección de centro, ya que “contribuye a la segregación de estudiantes según sus capacidades y antecedentes socioeconómicos, y genera mayores desigualdades educativas”.
Pero, no nos engañemos, advierte el experto Antonio Viñao, aunque se utilice como proclama por el sector neoliberal la libertad de elección de centros, realmente no existe ni se pretende que exista. Lo que se busca, más bien, es la libre elección o selección de alumnado por los centros docentes, en especial por los privados y, dentro de estos, por los confesionales.
Porque, donde la teoría habla de libre elección de centro por las familias, lo que la realidad muestra tozudamente es la “libre solicitud” por estas familias y la libre elección de alumnado por aquellos centros que tienen mayor demanda y pueden seleccionarlos. Los demás recogerán lo que éstos hayan desechado. No son, pues, las familias las que realmente eligen centro, sino ciertos centros docentes los que eligen a su alumnado. De este modo, sólo las familias, cuyos hijos e hijas hayan sido elegidos por los centros solicitados podrán considerarse electores, viéndose obligado el resto, los rechazados, a inscribir a sus hijos e hijas en otros centros menos demandados. El resultado final es el incremento de las diferencias que ya existían entre los centros docentes, así como de las desigualdades sociales, y la aparición de guetos escolares -por lo general en el sector público- donde se confina alumnado con mayores carencias y más necesitados de atención o apoyo educativo específico, trasladando así hacia el sector público el alumnado con mayores dificultades o de bajo rendimiento, justo el objetivo perseguido, y no confesado -por inconfesable- de la política de libre elección de centro.
Para ello se vienen adoptando medidas como la supresión de las zonas escolares en las Comunidades gobernadas por el PP, apoyándose en la LOE, y la creación de zonas únicas de escolarización o el criterio de escolarización en la zona próxima a la vivienda habitual. Así se conforma un mercado educativo abierto y competitivo al servicio de “clientes” avispados y competitivos, que luchan denodadamente no por la educación de todos y todas, sino por conseguir las mejores oportunidades y las mayores ventajas para los suyos y que lejos de responder a los criterios de pluralidad, igualdad y calidad tiende a concentrar y clasificar al alumnado por su condición social.
En realidad, lo que se pretende hacer para justificar la supuesta libertad de elección de centro es generar un sistema con diferentes calidades, donde los centros compitan entre sí por obtener al alumnado que mejor se adecúe a sus condiciones y requisitos. Lo cual implica, como acertadamente señala la profesora Carmen Rodríguez, que las desigualdades entre centros y la selección del alumnado hurtan el equilibrio a la sociedad y la cohesión social, convirtiendo la educación en una lucha por el privilegio de la distinción. Si la calidad en todos los centros fuese equiparable, desaparecía la “necesidad” para las familias de tener que ir buscando el mejor colegio para sus hijas e hijos. Este es el caso, por ejemplo, de Finlandia.
Además, este modelo neoliberal genera otro daño colateral crucial. Implica que el Estado, la Administración pública, tiende a concebir la calidad como un asunto de los centros docentes, a quienes, en todo caso, les financia -de forma ridícula- la aplicación de programas de mejora en función de su rendimiento. La calidad deja de ser una cuestión política, pública, para convertirse en un problema de gestión en el que todo reside en la acción o voluntad del profesorado de cada centro docente, con la participación más o menos activa de las familias y el alumnado, y con el que nada o poco tienen que ver las políticas educativas y los recortes y desasistencia continuada de la Administración Educativa. De esta forma, son los propios centros quienes asumen esta mentalidad neoliberal buscando competir entre ellos, en vez de cooperar y compartir, para estar en la cima del ranking y se hacen selectivos con el propio alumnado que ingresa, pervirtiendo su función: ya no se trata de qué puede hacer el centro por el alumno o la alumna, sino qué aporta cada nuevo alumno para que el centro no baje en ese índice, pues su financiación depende del mismo, como se plantea en la LOMCE.
En definitiva, no se puede plantear un derecho social como si fuera una cuestión particular, cuando el derecho a la educación es del niño, no de sus progenitores. Y es la comunidad, a través de los poderes públicos, quien tiene la obligación prioritaria de garantizar a todos los niños y niñas por igual una educación sólida, acorde con sus necesidades, integral, global e inclusiva, que responda a los principios contemplados en la Declaración Universal de los derechos humanos, así como en los convenios y tratados internacionales que asientan los mínimos colectivos establecidos.
No podemos potenciar un modelo de mercado competitivo en el ámbito educativo, basado en la selección de centros por parte de las familias buscando una ventaja competitiva para los suyos en el futuro mercado laboral. Lo que debemos exigir es que se dote a todos los centros de los recursos suficientes y las medidas adecuadas para que todos ellos ofrezcan la máxima calidad y las mejores oportunidades de cara a que todo el alumnado pueda recibir la mejor educación.
Todos los niños y todas las niñas tienen derecho a recibir la mejor educación estén en el centro que estén para hacer efectivo así el derecho universal a la educación para todos y todas, no sólo para aquellos niños y niñas que sus familias tengan los recursos suficientes y la capacidad para seleccionar los “mejores” centros. Es responsabilidad de los gobiernos crear y desarrollar una red de centros públicos que ofrezcan la mejor educación y con la máxima calidad para todos los niños y niñas, sin discriminación en función de la capacidad o los recursos de sus familias para seleccionar determinados centros.