Artículo “Religión y enseñanza”, de Xenaro García Suárez, en la revista “Pueblos” (1-12-2005)
Por qué la religión no debe enseñarse en la escuela: razones.
Otra vez está de actualidad el asunto de la religión en la escuela. Realmente no es la razón principal por la que los obispos han movilizado a sus feligreses, que esa razón es mucho más prosaica, pero es una de las razones y, desde luego, la principal excusa esgrimida para convencer a los fieles. Bien, pues yo tengo mil razones para que la religión no se enseñe en la escuela.
La primera es una razón pedagógica, de pedagogía social. Considero que la presencia de la religión en la escuela, su enseñanza y sus símbolos, constituye un obstáculo para construir solidaridad en la multiculturalidad. Y no se trata sólo de favorecer las buenas relaciones entre la diversidad étnica ahora existente, sino de garantizar la diferencia cultural existente dentro de cada una de las etnias distintas. Especialmente pienso en las personas que no tienen religión, que no creen en ningún Dios. Ni se me ocurre pensar que esas personas deberían organizar una clase de ateísmo, paralela a la de las otras religiones, pero sí es exigible que los ateos, los agnósticos y los creyentes que optan por vivir en la privacidad sus creencias, para favorecer la convivencia social o por cualquier otra razón, sean respetados en la escuela. Los símbolos religiosos y la clase de religión son un ataque ideológico para estas personas y, por lo tanto, un obstáculo para la buena convivencia escolar.
Visto desde otro lado, la religión en la escuela provoca insolidaridad, agresividad social, falta de cohesión ciudadana. Y esto no sólo porque al agrupar a los niños y a las niñas por sus creencias se les impide convivir y conocerse, de donde nace el afecto y la solidaridad, sino porque las religiones siempre y necesariamente se consideran las únicas verdaderas y consideran a las otras falsas y, en consecuencia, eliminables. Por eso, los niños y niñas educados aisladamente en una religión concreta son convertidos en enemigos de los niños y niñas de las otras religiones o de ninguna religión. Se ataca así a un derecho esencial de los niños, a los que corrompen su inmaculada y solidaria conciencia por decisión de los mayores.
Si esto es grave desde el punto de vista de los derechos individuales, es mucho peor desde el punto de vista social, porque esa educación sectaria avoca necesariamente a considerar enemigos a los miembros de otras religiones. Para que esto no fuese así, todas las religiones tendrían que unificarse en una sola (lo que tampoco habría de ser tan difícil, si creyesen lo que afirman sobre la existencia de un solo Dios), aunque entonces tampoco se resolvería el conflicto, porque pervivirían los ateos y ahí sí que la contradicción es irresoluble. Educar a los creyentes por un lado y a los ateos por otro les convertiría en enemigos irreconciliables, por el desconocimiento mutuo aunque sólo fuera. Todo esto no lo digo de memoria: me limito a rememorar aquello que me enseñaron de pequeño y a lo que he tenido que sobreponerme con no poco esfuerzo a lo largo de los años. Además, me lo enseña la historia y me lo confirma cada día la realidad en Yugoslavia, en Irak, en Palestina.
Tengo también razones teológicas para oponerme a la enseñanza de las religiones en la escuela, las he deducido de la lectura de los textos del Concilio Vaticano II sobre la autonomía humana, pero, sobre todo, las deduzco de la lectura del Evangelio por más vueltas que le doy buscando otra cosa. No obstante, dejaré esas razones para otra ocasión.
Renuncio, en consecuencia, a tratar de convencer a los que dicen ser creyentes, porque es una tarea imposible por definición; y recurro a las razones personales que me asisten para defenderme de la imposición de la religión (y de los símbolos religiosos) en la escuela. Acepto que cada uno estudie la religión que desee, también en la escuela, y que rece al Dios que desee, incluso en la escuela, pero no permito que quieran hacerme a mí rezar a otro Dios o estudiar otra religión, porque yo no quiero estudiar ninguna. Supongamos que asiste un derecho a las personas a recibir enseñanza escolar de su religión. Aceptémoslo, aunque no les asista el derecho, para evitar acentuar el conflicto. Pero eso no puede suponer la conculcación de mi derecho a no estudiar religión, como si me obligasen a ir a los toros los domingos por la tarde si renunciase a ir al fútbol. No puede haber alternativa a la religión, porque eso es obligarme a hacer lo que no quiero.
Ni puede haber alternativa, ni la religión puede decidir el currículo escolar en ninguna de sus partes. No se puede hacer renunciar a niños y niñas inocentes a dejar de aprender arte, lengua o matemáticas o cualquier saber escolar democráticamente decidido por que unos padres deseen que estudie religión. Que la estudie, pero fuera del currículo, porque la decisión de uno no puede decidir el currículo de los demás, ni la decisión de un padre puede decidir los estudios de los niños y niñas de España.
El estudio de la religión no es una opción de consenso, ni lo puede ser, porque la distancia entre creer y no creer es absoluta. Se trata de una contradicción irresoluble y, como no sería bueno que se enseñase ateísmo a los niños creyentes, tampoco se puede enseñar ninguna religión concreta o una amalgama de todas las existentes a los niños y niñas no creyentes. La mera propuesta de esa alternativa es ya un delito, pues obliga directa o indirectamente a confesar la creencia. Por lo tanto, si la religión no puede quedar fuera de la escuela, como sería lo lógico y lo deseable, es imprescindible que quede fuera del currículo por el respeto a los Derechos Humanos. Así de simple. Y esto no lo digo yo, lo dice el Tribunal Constitucional.