Ana de Miguel Álvarez
(La autora intervino en el tercero de los Encuentros abiertos del curso 2009-2010 )
Este artículo trata de comprender una situación aparentemente paradójica y contradictoria: cómo convive la aceptación y consolidación de importantes valores feministas con lo que se puede calificar como una acrítica vuelta al rosa y al azul, a las normas de la feminidad y masculinidad más rancias y que parecían ya superadas. En la primera parte se exponen algunas de las dificultades que enfrenta la juventud para percibir la desigualdad en las sociedades formalmente igualitarias, es decir, los mecanismos del sistema para invisibilizarse, y otros más explícitos como el estigma , la amenaza y el miedo a la pérdida de la felicidad. En la segunda se muestran algunas formas actuales de reproducción de la desigualdad que se inscriben en los cuerpos de las mujeres como la violencia y la prostitución. Al mismo tiempo se plantea la hipótesis de que en las sociedades formalmente igualitarias y con políticas activas de igualdad la reproducción de los valores patriarcales se realiza desde la triada del mundo de la creación, los medios de comunicación y el consumo de masas. La industria de la imagen y la industria del fútbol son algunos de los espacios en que cuaja la rancia ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos.
Contenido
Introducción
Este artículo trata de comprender una situación aparentemente paradójica y contradictoria: cómo convive la aceptación y consolidación de importantes valores feministas con lo que se puede calificar como una acrítica vuelta al rosa y al azul, a las normas de la feminidad y masculinidad más rancias y que parecían ya superadas.
En la primera parte se exponen algunas de las dificultades que enfrenta la juventud para percibir la desigualdad en las sociedades formalmente igualitarias, es decir, los mecanismos del sistema para invisibilizarse, y otros más explícitos, el estigma , la amenaza y el miedo a la pérdida de la felicidad. En la segunda se muestran algunas
formas actuales de reproducción de la desigualdad que se inscriben en los cuerpos de las mujeres como la violencia y la prostitución.
Paralelamente el artículo plantea la hipótesis de que en las sociedades formalmente igualitarias y con políticas activas de igualdad la reproducción de los valores patriarcales se realiza desde tres mundos estrechamente conectados, el mundo de la creación, el los medios de comunicación y el consumo de masas. La industria de la imagen, del sexo, del fútbol son algunos de los espacios en que cuaja la rancia ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos.
Las transformaciones que ha experimentado la situación y la percepción social de las mujeres en España ha sido uno de los cambios más rápidos e impactantes de nuestra sociedad desde la instauración de la democracia. También ha sido uno de los factores que ha contribuido de forma decisiva a que nuestro país abandone el “Spain is different”, propio de los viejos y malos tiempos y haya abrazado con entusiasmo la modernidad.
Ahora bien, frente a una sociedad caracterizada por una fuerte apariencia de modernidad, o más bien de posmodernidad, desde el feminismo es frecuente escuchar el argumento de que en cuanto “rascas un poco” las cosas no han cambiado tanto. Ni en la esfera pública ni, mucho menos, en la esfera privada. De hecho el acceso masivo de las mujeres jóvenes a la educación superior y a la población activa, al espacio público, entre las décadas de los ochenta/noventa no tuvo en su raíz un fuerte desarrollo del Estado de Bienestar o en un cambio drástico en la mentalidad de los varones, que pasaran a reclamar y obtener sus cuotas de trabajo y dedicación a los cuidados en la esfera de lo privado. No; este acceso masivo fue posible, entre otras razones, gracias a la difusión y aceptación de importantes valores feministas (Alberdi, 2000) y a lo que podemos calificar de auténtica huelga de natalidad de las mujeres, huelga por la que una sociedad generalmente calificada como tradicional-católica-familiar llegó a hacerse con el título (compartido) del país con la tasa de natalidad más baja del mundo.
En este contexto puede ser más fácil comprender que la situación real de las mujeres y en consecuencia también del feminismo aparece surcada de dobles y triples jornadas, y contradicciones y paradojas varias, de forma que a veces puede resultar cierta una afirmación y su contraria. Por un lado hay razones para el optimismo cuando el criterio utilizado es el de comparar diacrónicamente nuestra situación actual con la de nuestras madres o abuelas; por otro hay razones para el pesimismo cuando comparamos nuestras vidas con las de la otra mitad de la raza humana, los varones, y observamos que siguen copando con naturalidad los puestos de poder en la esfera pública y se dejan servir y cuidar, aún con mayor naturalidad si cabe, en la esfera privada. Por otro lado continúan detentando el poder simbólico de definir la “autoconciencia” de la especie y de la sociedad. Es posible resumir la situación observando que si el sexismo está en momentos bajos no ocurre lo mismo con el androcentrismo.
Ahora bien, lo que nadie puede negar, creo, es que a lo largo de estas tres décadas las mujeres nos hemos hecho visibles como sujetos con reivindicaciones específicas y también estamos consiguiendo llevar a la agenda política “nuestros” problemas para redefinirlos como problemas de toda la sociedad. Así se ha logrado por ejemplo con el tema de la violencia de género; así se ha llegado a tener un gobierno paritario como el actual, con el Partido Socialista Obrero Español en el gobierno, y así se ha aprobado una Ley de Igualdad que tiene como objetivo lograr remover algunas de las barreras que hacen que la sociedad patriarcal se siga reproduciendo sin mayores problemas en nuestra sociedad formalmente igualitaria. Por otro lado también se ha aprobado recientemente el matrimonio entre personas del mismo sexo con el mismo status legal y derechos que los matrimonios heterosexuales.
El interrogante es ¿cómo se han logrado estos y otros objetivos que las sucesivas generaciones se encuentran ya como parte de su vida cotidiana? ¿Cómo se ha conseguido involucrar a la sociedad y al gobierno en la agenda feminista? Tal vez sea pronto para saber la respuesta pero si aventuro que mucho menos se hubiera logrado sin el firme compromiso de tantas y tantas mujeres con los fines y valores del feminismo, y el acuerdo tácito de muchos hombres. Tanto de las que militan en el Movimiento en el sentido más clásico y rotundo de la palabra, como de todas aquellas que se han convertido en insobornables “agentes feministas” sea cual sea el puesto de trabajo que ocupen. Sea éste el de ministra, jueza, profesora, técnica de ayuntamiento, trabajadora social, trabajadora a secas o estudiante miles de mujeres han tomado sobre sus hombros el compromiso por contribuir desde su sitio particular a hacer un mundo mejor. El movimiento feminista y la teoría feminista han actuado y actúan como sus referentes. Y, sin embargo, muchas jóvenes, herederas directas de estas conquistas no se sienten a gusto con la calificación de feministas (Aguinaga, 2004). Trataremos de indagar en el por qué de las complicadas y contradictorias relaciones entre las jóvenes y el feminismo.
I. Jóvenes y feministas, razones de una incomodidad
El estigma de la palabra feminismo. Entre el desconocimiento y la descalificación. Decía la escritora Rebecca West que no había conseguido averiguar de forma precisa qué era el feminismo, pero añadía “Sólo sé que la gente me llama feminista cada vez que expreso sentimientos que me diferencian de un felpudo”. No es una mala aproximación al tema porque nos hace caer en la cuenta del estigma de la palabra feminismo y de dos actitudes que siguen teniendo vigencia frente al mismo, también entre la juventud: por un lado su desconocimiento fuera de los círculos estrictamente feministas y por otro su continua descalificación -¡a pesar del desconocimiento!- por parte de muchas personas que si lo conocieran mejor no dudarían en auto-calificarse de feministas.
De forma casi incomprensible para quienes hemos estudiado la historia del feminismo y conocemos el alcance de nuestra deuda con las mujeres que dedicaron sus vidas o parte de ellas a conquistar lo que hoy nos parecen los derechos más elementales, el caso es que “el feminismo” sigue disfrutando de una mala prensa considerable.
Además, esta mezcla de desconocimiento y descalificación no es nueva, parece que ha acompañado siempre a las luchas de las mujeres por salir de la servidumbre y lograr los mismos derechos que los varones. Fijémonos en esta frase de Clara Campoamor, la diputada que defendió el derecho al voto femenino en la Segunda República española: “Digamos que la definición que de feminista con la que el vulgo pretende malévolamente indicar algo extravagante indica la realización plena de la mujer en todas sus posibilidades, por lo que debiera llamarse humanismo”. Efectivamente el feminismo es un humanismo, es la lucha por el reconocimiento de las mujeres como sujetos humanos y sujetos de derechos, es y ha sido siempre la lucha por la igualdad entre los dos sexos. Y, sin embargo, buena parte de su mala prensa procede de que muchas personas asocian el feminismo con la lucha por la supremacía femenina, es decir “con dar la vuelta a la tortilla” y también con el odio a los varones, la convicción de que las feministas quieren transformar a las mujeres en hombres, o en otro orden de cosas, con la confusa creencia de que las feministas están en contra de que las mujeres se enamoren, sean madres o ¡quieran verse guapas! (Cacace, 2006).
Ante una interpretación tan abiertamente falsa y retorcida de una causa tan justa y legítima, de una lucha tan constante, silenciada y no violenta por parte de tantas mujeres y también hombres, sólo cabe preguntarse con asombro: ¿De dónde ha salido esta versión tan falsa y mezquina de mujeres como las sufragistas?, ¿de mujeres como Concepción Arenal que centró sus esfuerzos en que las niñas pudieran ir a la escuela, en que las mujeres estuvieran preparadas para ejercer un oficio para evitar la pobreza o la prostitución si no llegaban a contraer matrimonio? ¿De mujeres como la mencionada
Clara Campoamor que arruinó su carrera política y profesional por defender en un momento “políticamente inoportuno” nuestro derecho al voto? ¿De todas las mujeres que se han unido para defender el derecho al trabajo asalariado, a la educación superior, a todas las profesiones? ¿De las que han luchado y siguen luchando para que se rompa el pacto de silencio y complicidad que ha rodeado tradicionalmente la violencia contra las mujeres?, ¿para que la violación se tomara en serio como un delito público y no como un delito privado en que se acosa a la víctima por haber estado donde no debía, por vestir como no debía, y toda la retahíla de intolerables argumentos que se han utilizado para culpabilizar a las víctimas? ¿De aquéllas que han denunciado y siguen denunciando la doble moral sexual y sus inexorables consecuencias para todas?
Abordamos este trabajo con la convicción de que cuando se llega a conocer realmente lo que es el feminismo, cuáles son sus análisis de la realidad, sus valores y sus fines, la mayor parte de las mujeres y también de los hombres están de acuerdo con las mismas. Pero también con la certeza de que por todo lo que implica de revisión y cuestionamiento de la propia identidad y de las relaciones más estrechas y personales para muchas es mejor no ver. En todo caso, vayamos un poco más allá ¿desde cuándo existe el feminismo?
Una teoría, un movimiento social y político y una práctica cotidiana ¿Desde cuándo existe el feminismo? En un sentido amplio del término, siempre es posible rastrear conatos de feminismo a lo largo de la historia, mujeres que se rebelaron contra su destino individual o colectivo y trataron de cambiarlo. En un sentido más concreto y más eficaz para comprender de dónde venimos y en consecuencia hacia dónde vamos es preciso tener claro que el feminismo comienza en la llamada Modernidad, a la par con las grandes transformaciones materiales e ideológicas que trajeron la RevoluciónFrancesa y la Revolución Industrial y se extiende a lo largo del siglo XIX con la reivindicación del derecho al voto femenino y otras como el trabajo asalariado no estrictamente proletario y la educación superior. También con la condena de la doble moral sexual y la trata de chicas para la prostitución. Desde entonces el feminismo, en su pluralidad, ha ido tomando forma desde tres tipos de hacer distintos, aunque relacionados:
El feminismo es una teoría, es una militancia social y política y es una práctica cotidiana, una forma de entender y vivir la vida. Aunque se puede diferir a la hora de valorar cuál de los tres elementos ha tenido mayor importancia en el cambio de la situación de las mujeres en países como el nuestro, la realidad es que sin la presencia de
los tres las mujeres no habríamos llegado donde hemos llegado.
El feminismo como teoría es una teoría crítica de la sociedad. Una teoría que desmonta la visión establecida, patriarcal, de la realidad. Celia Amorós nos recuerda que la palabra teoría en griego significa ver, para subrayar el que es el fin de toda teoría: posibilitar una nueva visión, una nueva interpretación de la realidad (Amorós y de Miguel,2005). La teoría, pues, nos permite ver cosas que sin ella no vemos, el acceso al feminismo supone la adquisición de una nueva red conceptual, “unas gafas” que nos muestran una realidad ciertamente distinta de la que percibe la mayor parte de la gente. Y tan distinta, porque donde unos ven protección y deferencia hacia las mujeres, otras vemos explotación y paternalismo, donde unos observan que “en realidad las mujeres gobiernan el mundo”, otras constatamos la feminización de la pobreza y la dolorosa resignación con que las mujeres aceptan todavía en la mayor parte del mundo una subordinación que se hace pasar por su destino. Y, como ha señalado Amelia Valcárcel a pesar de las tensas relaciones entre la teoría y la acción, en las asociaciones de mujeres y los núcleos feministas existe mayor vocación teórica que en ningún otro colectivo (Valcárcel, 1998). Y es que todas necesitamos ampliar e iluminar nuestro conocimiento sobre la insidiosa mezcla de complejidad y sencillez que apuntala la impresionante capacidad de reproducción del sistema patriarcal. Un sistema en el que las mujeres continúan sirviendo a los varones – especialmente en la esfera de lo privado/doméstico – y estos lo esperan y aceptan con pasmosa naturalidad.
Como práctica social y política la visión feminista de la realidad ha cristalizado históricamente en la formación de un movimiento feminista. El movimiento feminista se caracteriza, como todo movimiento social, por su gran diversidad. Ser un movimiento
social y no un partido político es lo que le ha permitido funcionar de manera muy abierta y lograr unir bajo reivindicaciones muy generales a muchas mujeres que, desde otras perspectivas, pueden tener importantes discrepancias ideológicas. La necesidad de
unión de todas las mujeres, la constitución de un Nosotras como Sujeto político -los pactos entre mujeres o los pactos de género- se deriva de la realidad de que, aunque sin duda la condición de mujeres interactúa con otras variables como la clase social, la etnia
y la orientación sexual entre otras, todas hemos sido excluidas de derechos en función de ser mujeres, todas compartimos una historia de opresión.
El feminismo es también una forma de entender y vivir la vida cotidiana. No es un tipo de práctica política de las que tiene lugar en la esfera pública y de la que es posible “pasar” en la esfera de lo privado. Casi al contrario, el feminismo implica también un proceso individual de cambio personal, de ajuste de cuentas con la tradición “las cosas siempre han sido así y tú no las vas a cambiar”- la educación y las expectativas que la sociedad coloca en los supuestamente delicados hombros femeninos: estar siempre disponibles como ángeles domésticos y como objetos decorativos y sexuales. De ahí que el feminismo de los años sesenta enarbolara el lema de lo personal es político. Con este lema se quiere expresar que las decisiones que toman las mujeres sobre sus vidas personales, como cargar con las responsabilidades domésticas, no son fruto de su libre elección y de sus negociaciones como pareja sino de un sistema de poder, es decir político, que no les deja más elección porque ellos “no van a cambiar”.
Sin embargo la militancia y el asociacionismo con otras mujeres, proporciona un empoderamiento, en que las mujeres se enfrentan de forma explícita a su condición de “segundo sexo” y a los múltiples miedos que la sociedad les ha imbuido desde pequeñas para afirmarse como personas, tengan o no un hombre al lado. De hecho algunas autoras han definido el patriarcado como una sociedad en que los hombres ofrecen protección a cambio de servicios domésticos y sexuales. La vida de las mujeres que se enfrentan al
lugar que el patriarcado les tiene asignado emprenden una revuelta interior y exterior que necesariamente tiene que afectar a todo el orden privado-doméstico y llevarlo a la práctica sin contradicciones no es fácil. Reconocer las contradicciones que sin duda permanecen “de puertas adentro” en la acertada expresión de Mª Ángeles Durán, es así mismo un paso más en la autoconciencia y en la posibilidad de liberación.
Las armas del sistema patriarcal: entre la invisibilidad y la coacción.
Según los fríos datos estadísticos la desigualdad entre los sexos es dramática en la mayor parte del mundo y sigue siendo fuerte en los países formalmente igualitarios.
En el nuestro, por ejemplo la tasa de paro femenina duplica la masculina y las mujeres ganan una media de un 30% menos que los varones. Este año todavía no ha acabado y ya han sido asesinadas más de sesenta mujeres, más de una muerta a la semana, los
datos de mujeres que solicitan protección frente a sus exparejas son escalofriantes.
Entonces ¿por qué el rechazo de tantas jóvenes a declararse feministas y por qué aunque lo sean no les gusta reconocerlo en público? Marina Cacace ha aportado diversas y sugerentes razones para explicarlo y ha planteado muy claramente el núcleo de la
cuestión: “¿por qué las jóvenes tienden a infravalorar la desproporcionada carga que sigue comportando el único hecho de ser mujeres”. A su juicio “se ha difundido entre las jóvenes una forma de comprensión de la realidad que, respecto a las cuestiones de
género no registra o interpreta coherentemente los datos negativos. Estos o no se perciben realmente o se atribuyen a factores no sistémicos, como la escasa capacidad o preparación de algunas, el carácter demasiado dócil de las otras, los problemas de ese
tipo de pareja, la adversidad, etc., con lo cual no se piensa en soluciones comunes sino solo en dificultades y errores (o en victorias) personales” (Cacace 2006). Si a esto añadimos la falta de experiencias de discriminación, el sentimiento de que las occidentales somos una privilegiadas y el que a nadie le gusta saberse parte de un grupo oprimido -máxime cuando a las chica les embotan la cabeza con que si son más listas que ellos, también como a nuestras abuelas- se van añadiendo cada vez más razones
para que las jóvenes sientan incomodidad ante la interpelación crítica que supone el feminismo.
Por nuestra parte vamos a plantear la tesis de que a pesar de los avances hacia la igualdad el sistema patriarcal está profundamente anclado en la estructural social y como ha mostrado recurrentemente la historia puede transformarse para no desaparecer.
Sin la referencia necesaria al poder del patriarcado parece que todas las explicaciones sobre la falta de conciencia feminista entre las jóvenes están del lado de éstas, y de alguna forma, se infravalora el poder y los recursos simbólicos con que cuentan los sistemas de dominación para perpetuarse. De entre estos recursos vamos a centrarnos en la relación entre invisibilidad y coacción.
La invisibilidad del sistema no es una característica nueva ni que tenga que ver necesariamente con las sociedades formalmente igualitarias. La mayor parte de las mujeres de todos los tiempos y sociedades han negado ardientemente la existencia de
una sociedad sexista. Comprender esta invisibilidad de la desigualdad sexual es comprender que para la mayoría se solapa con el orden normal y natural de las cosas. Es normal y natural que los hijos lleven primero el apellido de su padre y en segundo lugar
el de las madres que los tuvieron en sus vientres nueve meses y los trajeron al mundo ¿por qué no habría de serlo? La mayor parte de las mujeres ha negado y niegan la existencia de la desigualdad y los conflictos que sin duda genera: sencillamente somos diferentes han afirmado y afirman en la actualidad. Y continuando con el tema de la
invisibilidad merece la pena rescatar el hecho de que la que llegaría a ser gran feminista Simone de Beauvoir, cerca ya de los cuarenta años afirmaba que para ella “ser mujer no había pesado nada”. No había podido votar por el hecho de ser mujer pero “ser mujer no había pesado nada”. Es importante seguir insistiendo sobre este rasgo del
sistema patriarcal: la gran dificultad que tenemos para percibir la desigualdad sexual.
Una mujer que era filósofa, que todo lo registraba minuciosamente, que no dejaba de observar y observarse. Y hasta casi los cuarenta años casi pertenecía al género de mujeres que declaran “no haber sufrido discriminación alguna”. Y sin embargo, un buen día tuvo una revelación, accedió a una nueva conciencia, una nueva visión de la realidad de su realidad: “Empecé a analizarlo y súbitamente se me reveló: este mundo era un mundo masculino, mi infancia había sido alentada con mitos forjados por los hombres.
Y no había yo reaccionado de la misma manera que si hubiese sido un chico. La cuestión me interesó tanto que abandoné el proyecto inicial de elaborar una especie de relato personal y decidí ocuparme de la condición femenina en general. Como bien sabemos el resultado fue los cientos de páginas que componen El segundo sexo.
Volvamos a recordar sus palabras iniciales: “para mi ser mujer no ha pesado nada…”. Si comprendemos que todas las generaciones de mujeres que nos han precedido han realizado un camino hasta llegar a ser feministas tanto mejor entenderemos que esto les suceda también a las jóvenes de hoy día que, además, tienen menos experiencias de desigualdad, al menos en la primera parte de su vida.
Las jóvenes de hoy en día pueden admitir sin mayores problemas que la desigualdad existió, pero antes, como en un país lejano y remoto. Sin embargo carecen de un conocimiento esencial: esa desigualdad ha ido cediendo por la lucha organizada de millones de mujeres y sólo para conseguir el derecho al voto se necesitó más de un siglo de lucha tenaz y continuada. Y no eran marcianos eran hombres los que se resistían también tenazmente a que las niñas, en definitiva sus esposas, madres, hijas y hermanas pudieran estudiar, ser autónomas y votar. En general, cuando las chicas se enteran de lo que en el feminismo se denomina nuestra genealogía se mueven
inicialmente entre la indignación y el “no me lo puedo creer”, para terminar finalmente como Simone de Beauvoir, en el feminismo. Otro conocimiento esencial que ignoran es el de la genealogía patriarcal, a saber, que los grandes teóricos que estudian en clase de
filosofía y literatura han desplegado todo su arsenal teórico para explicar cómo y por qué las chicas son inferiores a los chicos. Es decir ignoran la dureza y severidad con que se les ha conceptualizado como inferiores y lo arraigado de esta legitimación cultural. Y
de ahí el refuerzo de la invisibilidad de todo el sistema.
Hoy como ayer uno de los principales problemas del feminismo continúa siendo el de hacer visible e injusta esta desigualdad para la mayor parte de la opinión pública. Y la tarea no es fácil porque también se ve dificultada por la fuerte y continua reacción ideológica en contra del feminismo. Y esta es, como decíamos una de las claves principales que explican el rechazo o la incomodidad de las jóvenes con el feminismo.
Susan Faludi ha documentado los comienzos de esta reacción en la década de los ochenta a través de un sugerente análisis de los mensajes de los medios de comunicación de masas. Según esta autora el mensaje de la reacción antifeminista se mantiene en dos
pilares ideológicos falsos pero machaconamente repetidos:
1) La igualdad sexual ya es un hecho, el feminismo es cosa del pasado, y
2) la igualdad sexual ha empobrecido yestresado la vida de las mujeres, las ha hecho más infelices (Faludi, 1991).
Estamos de acuerdo con Faludi en que hay una reacción y para analizarla vamos a partir de la hipótesis de que la sociedad patriarcal continúa reproduciendo la ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos como fundamento de la posterior adscripción a funciones diferentes en el orden social. Esta ideología se difunde a través de la imposición de normas de comportamiento diferentes según el sexo y presenta la forma de una coacción porque difunde poderosas imágenes en torno a cual es la identidad correcta, no desviada, de una chica y la de un chico. Las normas y las
ideologías sexuales no son optativas, deben cumplirse salvo riesgo de una fuerte sanción. Por mucho que parezca que estas normas se han suavizado la realidad es que algunas se han transformado pero las que existen son absolutamente severas y no toleran bien las excepciones. Por ejemplo y en lo que hace al vestir: los chicos no llevan faldas y punto. Claro que ellos esgrimirán que no quieren llevar falda, que no les gusta, que les parece incómoda, que pasan frío, que se les ve el calzoncillo. Es decir, que es una sociedad libre en que si no llevan falda es, qué casualidad, porque a ninguno le gusta. Lo mismo les sucede a ellas con las minifaldas, que les gustan, que les parecen cómodas, que no pasan calor y que cruzas las piernas y ya está, “no se te ve nada”.
Cuánta casualidad, pero no hay cuidado, a ninguno ni a ninguna se les va a pasar por la cabeza desafiar la norma. La norma es que los chicos no llevan falda.
Desde un cierto punto de vista es pasmoso contemplar como las jóvenes parecen haber aceptado las normas sexuales. El problema es que topamos con poderosas industrias capitalistas: el rosa y el azul han encontrado una floreciente industria de consumo. En la actualidad las normas de la diferencia sexual no se difunden desde la ley ni desde el estado, ni desde la educación formal. Se forjan desde el mundo de la creación, en la música, los videoclips, el cine, las series, la publicidad … se difunden desde los medios de comunicación de masas y generan unas poderosas industrias que ofrecen un consumo diferenciado para chicas y chicos. Para ellas el culto a la imagen, al cotilleo y al amor romántico. Para ellos la triada fútbol-motor-pornografía. Ellas, como la mayor parte de las mujeres del mundo sigue-seguimos interpretando la coacción como libre elección, tanto en los taconazos de aguja, como en el culto al cuerpo, como en la elección de estudios no tecnológicos como en la asunción de los trabajos domésticos o el abandono del empleo porque alguien tendrá que cuidar a los niños. En realidad muchas cosas no han cambiado o se está produciendo un retroceso que habría que documentar: bastar con ir a una juguetería, con hojear esos catálogos interminables de juguetes que generosamente regalan a todas las niñas y niños con los periódicos los domingos. No es necesario un análisis muy sofisticado: juguetes domésticos y para
ponerse sexis para las niñas y juguetes de acción y guerra para los niños. La industria de la comunicación y el consumo de masas ha encontrado en esta reproducción acrítica del roza y el azul un potente negocio. La industria del fútbol se condensa en titulares como “todos los niños quieren ser Ronaldo”, Beckam, Ronaldhiño, el que toque y tiene como aliados a la práctica totalidad de los intelectuales y los políticos. La industria del fútbol ha conseguido enmudecer las críticas al papel socializador del fútbol masculino, cada vez más omnipresente en los colegios, a su presencia obligatoria en los telediarios públicos como si de información nacional relevante se tratara.
Desde aquí le reconocemos el valor y la disidencia a la socióloga Marina Subirats, que ha titulado su libro sobre la necesaria vuelta a la coeducación “Balones fuera” (Subirats, 2007).
El amor romántico como factor de socialización diferencial
Hoy en día, cuando muchas teóricas se están preguntando con contundencia cuales son los factores de reproducción de la desigualdad está apareciendo con insistencia el amor romántico (Jonnasdottir, González 2006 y Esteban, 2008). Nosotras lo hemos elegimos como un ejemplo paradigmático para explicar la presión social que sufren las jóvenes para desarrollar una identidad femenina determinada y cómo, al mismo tiempo, se niega la presión y se reinterpretan comportamientos colectivos bajo la forma de la libre elección.
En primer lugar siempre es conveniente un poquito de historia para ver cómo el tema del amor es, en realidad un clásico del feminismo. La teórica feminista Alejandra Kollontai mantenía ya a principios del siglo veinte que las mujeres no lograrían emanciparse hasta que no dejaran de colocar el amor como el fin prioritario de su vida. Y según sus palabras “si una mujer tenía el corazón vacío su vida se le aparecía tan vacía como su corazón”.
¿Cuál sería hoy el problema con el amor? El problema, como casi siempre en las relaciones entre los géneros residiría en la ausencia de reciprocidad: para los chicos el fin de su vida nunca es el amor, es desarrollar su individualidad. Con esto no quiere decirse que el amor no sea importante o incluso muy importante para los varones.
Dentro de ese proyecto de vida, el amor y formar una familia pueden tener un puesto relevante pero siempre dentro de un proyecto global. Pues bien, en la actualidad numerosas teóricas continúan analizando la función del amor romántico y el miedo a no tener pareja como un mecanismo de reproducción de la subordinación de las mujeres a los varones. Algunos de estos análisis abordan las relaciones entre esta concepción del amor con la asunción de la doble jornada laboral e incluso con la aceptación de ciertas dosis de celos y violencia en las relaciones de pareja.
¿Es por conservar el amor y no estar “solas” -con el fracaso que eso significa para las mujeres en la sociedad patriarcal- por lo que las mujeres continúan sirviendo(les) y los varones se dejan servir?
Habrá que estudiarlo más pero cuando se analiza la ideología patriarcal siempre acabamos encontrando el amor, mejor dicho, una cierta concepción del amor para las mujeres. No nos resistimos a reproducir un texto publicado en la revista de la Sección
Femenina el 13 de Agosto de 1944: “La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular- no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse. La dependencia voluntaria, la ofrenda de todos los minutos, de todos los deseos y las ilusiones, es el estado más hermoso, porque es la absorción de todos los malos gérmenes -vanidad, egoísmo, frivolidades- por el amor”.
Una vez leído el texto lo importante es recordar que estas palabras habían sido escritas por intelectuales de la talla de Freud, Simmell y, entre nosotros, Ortega y Gasset (Puleo, 1993). La sección femenina se limitaba a difundirlas.
En su obra El poder del amor. Le importa el sexo a la democracia la teórica nórdica Anna G. Jónasdóttir se ha preguntado con contundencia por los mecanismos que reproducen la desigualdad sexual en sociedades como las nórdicas, con altas cuotas de igualdad en el espacio público. La respuesta se halla en un esquema conceptual deudor del análisis marxista de la plusvalía. Al igual que la capacidad humana de trabajar es fuente de valor y genera una plusvalía que la clase capitalista extrae a la clase trabajadora, en las sociedades patriarcales los varones extraen una plusvalía de dignidad genérica en todas y cada una de sus interacciones con las mujeres. La capacidad de amor del ser humano, entendida en un sentido amplio, es un recurso humano capaz de crear valor, en este caso reconocimiento, dignidad y bienestar para los sujetos receptores del mismo. El problema reside en que la política sexual o la organización política del amor patriarcal determina que las mujeres entreguen su amor sin reciprocidad, por lo que no sólo resultan explotadas sus capacidades sino que viven con un continuo déficit de reconocimiento y bienestar, de “amor”.
En relación con este sugerente análisis merece la pena volver la vista atrás para apreciar lo claro que tenían algunos viejos defensores del patriarcado el interés de apropiarse esa “plusvalía” del cuidado de las mujeres; así lo escribió el filósofo ilustrado Jean Jacques Rousseau “La educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacernos, sernos útiles, hacer que las amemos y las estimemos, que nos eduquen cuando seamos jóvenes y nos cuiden cuando seamos viejos, nos aconsejen, nos consuelen, para que así nuestras vidas sean fáciles y agradables; estos son los deberes de las mujeres de todos los tiempos y para lo que debieran ser enseñadas durante la infancia”. Fin de la cita: es difícil tener más claros y formular de manera más sencilla los fines de un sistema de dominación.
A continuación ofrecemos un breve análisis sobre cómo se reproduce la “ideología del amor” en la actualidad. Tal y como venimos manteniendo esta reproducción tiene lugar a través del mundo de la creación, los medios de comunicación y el consumo. Nos centraremos en las revistas para adolescentes, aunque análisis
similares se han hecho sobre el cine, el fútbol o los videojuegos (Aguilar, 1998).
El amor en las revistas para adolescentes/ ¿as? Existe en el mercado una variada oferta de revistas para adolescentes que están expresamente dirigidas a las chicas. En un brillante análisis del retorcido mensaje de las revistas de adolescentes Amalia González nos invita a observar cómo se mezcla la idea de modernidad y transgresión con los modelos femeninos más rancios y pasivos. Lo
primero que señala la autora es, tal y como hacíamos en el epígrafe sobre el amor romántico, la falta de reciprocidad. Las chicas cuentan con una abundante bibliografía de revistas para formarlas en los temas de imagen, sexo y amor mientras los chicos no disponen de publicaciones paralelas, pues las dirigidas a ellos son de videojuegos,
fútbol, motor, y también las pornográficas (qué romanticismo). Pero vayamos también a los contenidos. “En estas revistas para chicas observamos la combinación de libertad y desenfado sexual con la reproducción de estereotipos tradicionales. Bien es verdad que
tienen como aspecto positivo abordar temas sexuales de una forma directa y abierta, pero la manera de tratarlos adolece de un fuerte sexismo. La jovialidad que rezuman estas revistas convierte cualquier situación en mero problemilla que siempre tiene final
feliz marcado por la venida de algún redentor. Todas las secciones están enfocadas a cómo tener éxito con los chicos a los que se pinta como tipos un poco bobos a los que se puede seducir. Todo es alegre, jovial y festivo si te vistes a la moda, eres mona y no tienes prejuicios. Si hay algún revés, éste figura en los apartados de los testimonios o historias excepcionales, pero al final el amor todo lo salva” (González, 2006).
Por otro lado, y abusando un poco más del análisis de Amalia González, la autora señala que los consejos destinados a las chicas que salen con chicos, “las insta a mantener una postura activa, pero con mucho cuidado de no molestarlos, porque si se molestan se pueden ir. Hay que operar con cautela. Así, en las pautas que da para
cuando una chica y un chico empiezan a salir juntos, se dice que la chica ha de usar sus armas de mujer para poder tener éxito (…) a los chicos hay una serie de preguntas que plantearles al inicio de una relación, pero estas preguntas han de hacerse de una manera
velada, porque “el género masculino suele asustarse cuando intuye que su ligue o chica quiere informarse sobre temas muy personales y los ataques paranoicos ante el compromiso son muy habituales”. Son “preguntas imprescindibles que debes hacer a tu chico”, pero han de hacerse “¡sin que se dé cuenta!”.
Las preguntas personales que la revista cita son: si sale con otras chicas, cómo son sus amigos, si se ha hecho las pruebas del SIDA y qué piensa del futuro de la relación. Las chicas no pueden preguntar
abiertamente, porque los chicos “se pueden asustar”. Para que los chicos no se asusten, la revista en cuestión recomienda unas
“estrategias del débil” que ya no podemos transcribir, para no merecer el calificativo de plagio o intertextualidad por parte de González, pero sí volvemos a remitir encarecidamente a su artículo porque no tienen desperdicio. ¡Ni nuestras tatarabuelas
necesitaban tanta mano izquierda!. Fíjense en la estrategia para la cuarta y última pregunta “¿crees que lo nuestro tiene futuro?” Veamos el rodeo porque, obviamente, no puede preguntarse así: “pregúntale entre risas si eres el tipo de chica con la que compartiría su vida… lo lógico es que te siga la broma y fantasee sobre un futuro
contigo. Evidentemente, esto no te da ninguna garantía, pero el hecho de que no te haya puesto mala cara indica que, además de que el chico tiene buen sentido del humor, la vuestra es una relación sólida”. Y terminamos también con el lúcido juicio de Amalia
González: “Resulta de sumo interés para ver el modelo de relación que propone la revista el consejo de que la chica ha de esperar el momento oportuno para hacer preguntas que no molesten. No es que despreciemos las habilidades comunicativas en la relación, sino el hecho de que éstas descansen en la chica, al entrenarla en
“comprender” que el chico tiene miedo al compromiso, a la vez que ella desea este mismo compromiso. En definitiva, las preguntas son “imprescindibles”, pero hay que hacérselas veladamente y, por tanto, podemos quedarnos sin respuesta. ¿No es esto una manera de educar en el conformismo, la pasividad, paciencia y en la esperanza de un varón que se convertirá en salvador gracias al amor, características todas ellas típicas del arquetipo de las mujeres sumisas? (González, 2006).
La vieja idea del príncipe azul sigue operando. Eso sí, ya no hay que recostarse a esperar, hay que actuar: enamórate, consigue al chico (nosotros te damos la estrategia) y ¡ya no hay problemas! Si se me permite una pequeña “observación participante” quiero dejar constancia de que cuando en mis clases de Los géneros en la Red planteo que acabo de comprar una novela de una treintañera que se titula “Manual de caza y pesca para chicas” detecto por sus sonrisas que no va de conejos y salmones.
II. Hechos que no casan. La reproducción de la desigualdad en las sociedades formalmente igualitarias.
Las jóvenes tienen que hacer frente a una serie de hechos que no concuerdan con la visión de que la igualdad sexual es un hecho y el feminismo algo del pasado. Si vivimos en una sociedad igualitaria ¿por qué los varones matan a las mujeres?, ¿por qué las escalofriantes cifras de malos tratos? ¿por qué aumenta el tráfico de chicas para su prostitución por quince, treinta euros el cliente en nuestras sociedades igualitarias?
Entre todos los hechos que no casan elegimos los temas de la violencia y la prostitución porque como ha señalado Celia Amorós, con su habitual clarividencia para percibir y sistematizar por donde se estrechan y renuevan los pactos patriarcales, el cuerpo de las
mujeres es el libro abierto en que se inscriben las reglas de los pactos patriarcales (Amorós, 2008). Y en ese libro hoy se escribe la violencia contra sus cuerpos como violencia física y como cuerpos permanentemente expuestos para su alquiler o venta para uso sexual. Cuando se unen ambos tipos de escritura hablamos de violaciones.
La violencia contra las mujeres
Decíamos antes que una de las características del movimiento feminista es que nunca ha recurrido al uso de la violencia contra las personas en apoyo de sus reivindicaciones. Ahora bien, esto no significa que la violencia no esté presente en el conflicto de géneros, lo está pero es ejercida por los varones contra las mujeres. En su obra Política sexual, Kate Millett escribía ya en 1969: “No estamos acostumbrados a asociar el patriarcado con la fuerza. Su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia”. Y, sin embargo, continúa Millett “al igual que otras ideologías dominantes, tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no sólo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante” (Millett, 1969).
La violencia contra las mujeres, como tales, no es, ni mucho menos, una realidad nueva. Todo el siglo diecinueve abunda en esta dramática situación. Sin embargo, como han señalado diversas autoras, sólo recientemente, y en relación con la mejora del status de las mujeres, la violencia doméstica ha dejado de considerarse un “problema personal” de las mujeres afectadas para considerarse como un “problema social”. Y esto se explica en parte porque hasta hace poco predominaba una explicación de corte biologista y
psicologista que explicaba la violencia masculina como “algo natural” y, en los casos extremos, como producto de diversas patologías individuales. Desde luego, no es ésta la perspectiva ni sociológica ni feminista (de Miguel, 2005).
Las explicaciones sociológicas y feministas sobre el uso de la violencia contra las mujeres han resaltado dos factores. En primer lugar, el proceso de socialización diferencial de los sexos. Independientemente de cómo sean las hormonas masculinas -y volvamos a recordar lo distintos que son los varones entre sí, que muchos no han ejercido la violencia en su vida, por más que ello fuera símbolo de status y hombría en el patio del colegio- hoy
existe amplia documentación sobre cómo en la socialización de los varones se identifica lo masculino con la fuerza y la violencia. Además basta con entrar a una juguetería: juguetes bélicos para los niños -más o menos disimulados por su referencia a películas de éxito como la espada láser de la Guerra de las Galaxias, el puño de Hulk o la parafernalia militar del Señor de los Anillos- y ya sin disimulo alguno juguetes domésticos y de maquillaje para las niñas.
En segundo lugar, se apunta a la persistencia de las definiciones sociales que representan las relaciones entre los géneros como relaciones de subordinación, cuando no de propiedad, en que las mujeres deben cierta sumisión a sus maridos o compañeros. Será
entonces, cuando las mujeres no respondan a las expectativas, cuando los conflictos pueden llevar al uso de la violencia como medio de restablecer la satisfacción de las expectativas sobre el comportamiento femenino. En este segundo caso, la violencia
aparece como un efectivo medio de control social sobre el comportamiento de las mujeres.
Desde esta perspectiva, es imprescindible citar el trabajo pionero de Susan Brownmiller sobre la violación. Esta autora define la violación como parte de un sistema de control que afecta al comportamiento cotidiano de todas las mujeres (Brownmiller, 1981). Este trabajo fue considerado, en su día, exagerado y radical. Sin embargo, hoy, el propio Anthony Giddens -el conocido sociólogo inglés y no precisamente por sus ideas radicales- ha llamado la atención sobre cómo el miedo a esta agresión conduce a las mujeres a ejercer un
riguroso control sobre sus acciones y movimientos en el espacio público. Y, cómo, por tanto, funciona como un mecanismo eficaz para meter miedo en la socialización de las chicas y aún hoy, para culpabilizarlas si han llegado a “colocarse” en la situación de ser
violadas.
Entendemos que la violencia es una realidad por la que las chicas, de alguna manera comprenden que “algo pasa” por el simple hecho de ser mujer, es decir, que estas chicas, mujeres son asesinadas o violadas por el simple hecho de ser mujeres. Pero al mismo tiempo las jóvenes no quieren sentirse como víctimas y suspenden los mecanismos de identificación: eso son cosas que les pasan a las otras.
También encuentran explicaciones alternativas en algunas ideologías de nuevo cuño que les invita a calificar el feminismo reivindicativo de llorica y victimista, y que, en última instancia parece tener las mismas consecuencias políticas que el individualismo de toda la vida. Se viene afirmar que las mujeres no son esos seres débiles y sin poder que se empeña en presentar el feminismo.
Las mujeres de alguna manera “eligen” de acuerdo con “estrategias” entre diferentes opciones, y como la vida es muy dura y difícil tal vez entre esas estrategias está aguantar doce años de malos tratos y para tantas chicas del este o africanas prostituirse en un parque
o un burdel. Así, se dice, en vez de separarse disfrutan del nivel de vida del marido o ganan más que limpiando.
La violencia contra las mujeres tiene importantes consecuencias en su socialización. La socialización de la niña implica inocularle una cierta dosis de miedo en el cuerpo, dosis que aumenta según se adentra en la adolescencia, en que los progenitores les hacen ver claramente que una amenaza se cierne sobre ellas. Tarde o temprano la adolescente tiene que hacerse cargo de que hay un miedo específico hacia los chicos/hombres y que no es el de que les roben el bolso. Miedo a los hombres como personas que a través del engaño o la violencia pueden “abusar de ellas”. Entonces, “cuidado con los hombres”, “no andes sola por la calle” (Aguinaga, 2004). Pero ¿y si emparejamos este mensaje junto con el del amor romántico: el sentido de tu vida está en encontrar un hombre que te ame/proteja/de sentido a tu vida. ¿Habrá quien piense que todos estos mensajes contradictorios no deforman y retuercen hasta el desequilibrio mental el carácter femenino? Y siguiendo este hilo de razonamiento pasemos a preguntarnos qué son los malos tratos a las mujeres. Son el momento en que las dos verdades confluyen: la violencia la pasa a ejercer el hombre de tu vida. No es extraño que la sociedad hasta hace muy poco no haya querido ni verlo.
El tráfico de chicas jóvenes: la prostitución y sus clientes
La prostitución es una práctica por la que los varones se garantizan el acceso al cuerpo de las mujeres. En ese sentido es la encarnación del derecho patriarcal, el derecho incuestionable de todo varón a disponer del cuerpo de las mujeres, jóvenes preferentemente, por una cantidad variable de dinero. El tráfico de mujeres y niñas para
alquilar el uso de sus cuerpos no es tampoco una práctica nueva. En el siglo diecinuevehubo acalorados debates sobre la prostitución y tanto las sufragistas, que la denominaron “la esclavitud blanca”, como las socialistas denunciaron y combatieron lo que calificaban de vergüenza para la humanidad (Tristan, 2003).
En la actualidad, sin embargo, y de la mano de las nuevas libertades sexuales, que van desde el progresivo descenso de la edad de comienzo de las relaciones sexuales hasta la aparición de secciones fijas de consejos y recomendaciones sobre prácticas sexuales en los suplementos dominicales de los periódicos, lo esperable era la práctica desaparición de la prostitución. Y, sin embargo, con la globalización el tráfico de chicas y mujeres se ha convertido en el segundo gran negocio internacional de las mafias, después del tráfico de armas y por encima del tráfico de drogas. Hoy en día existen dos posturas seriamente enfrentadas en este tema. Por un lado y desde una postura liberal se argumenta desde la tesis de que la prostitución es un trabajo más, que todo y por supuesto el cuerpo debe entrar en el mercado capitalista donde se intercambian servicios por dinero y que hay chicas que optan libremente por esta actividad y por tanto hay que regularla. Por otro lado está la postura abolicionista. La prostitución no es comparable a ningún otro trabajo, por eso, entre otras cosas no es ni puede ser estudiado como
profesión en los centros públicos de enseñanza. Esta postura plantea con radicalidad la investigación de lo que realmente subyace a la prostitución de las mujeres y como ideal último la desaparición de la misma. También se defiende y es lo que ahora más nos
interesa en este artículo, que la sexualización de las mujeres y su comercialización es hoy, en los tiempos de la igualdad formal, uno de los mecanismos fundamentales de reproducción de la desigualdad sexual.
El gran problema que afronta el feminismo con la prostitución es el mismo que ya afrontara con el tema de los malos tratos: el manto de hipocresía y silencio que encubre a los puteros, los clientes, y la amplia legitimidad y aceptación social del fenómeno como algo inevitable, cuando no relacionado con la alegría de vivir y la
transgresión moral antiburguesa. Sin embargo, en los últimos planteamientos se está imponiendo con fuerza el tema de pensar, investigar y conceptualizar a los clientes, condición necesaria de la existencia de burdeles y a menudo varones casados y padres
de familia. Pero también, por noticias que aparecen aquí y allá en la prensa, una práctica en la que cada vez más se intenta captar a los chicos jóvenes con publicidad en los periódicos, Internet y otras como las despedidas de solteros y los viajes programados
por agencias con prostitutas incluidas.
La práctica de la prostitución refuerza la concepción de las chicas/mujeres como cuerpos y trozos de cuerpos de los que es normal disponer y de los que no importa preguntarse cómo ni por qué están ahí. El hecho de que los varones busquen y encuentren placer sexual de personas que obviamente no les desean en absoluto es, sin duda, una importante materia de reflexión sobre el abismo que se abre bajo la aparente igualdad y reciprocidad en las expectativas y vivencias sobre la sexualidad. Esta despersonalización de seres humanos, a veces muy jóvenes y en su mayoría inmigrantes de todas las etnias y países empobrecidos supone, aparte de la inmoralidad que pueda significar, la reproducción activa de las identidades más arcaicas y conservadoras del patriarcado: por un lado están las mujeres madres y esposas e hijas y por otro las putas, las mujeres que al no ser de ninguno pueden ser de todos, las célebres “mujeres públicas”.
Sin embargo, y aunque por razones de espacio no podemos profundizar en el tema, desde el mundo de la creación -películas, series de televisión, se está machacando con el tema de “las chicas alegres” como un mandato que hay que aceptar: es normal y
deseable buscar placer en la necesidad ajena. Realmente las generaciones más jóvenes, que son llamadas a la transgresión y viven muy mal el insulto de “puritana, frígida, reprimida”, están desarmadas teóricamente para interpretar como parte del sistema de dominación patriarcal un comportamiento que bajo la apariencia de posmodernidad remite a las más rancias y antiguas imposiciones patriarcales (Puleo, 2003). Al mismo tiempo también se acompaña del mensaje “es inevitable”, es la profesión más vieja del mundo. Si algo nos está enseñando la historia a las feministas es que nada de lo que concierne a las relaciones entre varones y mujeres es inevitable, por lo que menos lo va a ser una práctica que aún hoy continúan ejerciendo casi en exclusividad los primeros a costa de la pobreza, la desesperación y en definitiva la precaria situación estructural de
las mujeres en el mundo.
Jóvenes y feministas: una minoría activa (como siempre)
Cada día está siendo más cuestionada la afirmación de que la juventud no se implica en el activismo social y político. Es cierto que las chicas y chicos de ahora no están viviendo las revueltas de Mayo del 68, ni la transición de la democracia a la dictadura pero eso no significa que estén concentrados en su vida privada. Tal vez
pueda haber sido cierto para la década 1985/1995, década del yuppismo y también de la caída del muro de Berlín, pero desde 1999 en que toma carta de naturaleza el Movimiento Antiglobalización, el Movimiento de Movimientos, ya no es posible recurrir al manido tópico de la desmovilización política de la juventud.
Más cercana a la realidad puede estar la tesis de que las implicadas en cambiar la sociedad siempre ha sido una minoría, aunque una minoría activa muy activa e influyente. De hecho Mª Angeles Larumbe en su estudio sobre el feminismo en la transición toma el concepto de minoría activa de Moscovici para analizar su profunda influencia en los cambios sociales, cambios con los que comenzábamos el primer apartado de este artículo (Larumbe, 2002).
Hoy la juventud tiene más vías de participación en el espacio público y sus intereses están más diversificados como es el caso de su implicación en las organizaciones no gubernamentales y la cooperación internacional. Esta participación tiene lugar en los partidos políticos convencionales, que cuentan con sus propias
asociaciones juveniles, en las mencionadas ONGS y en los movimientos sociales que se autocalifican como radicales y alternativos en sentido amplio. Y por supuesto en el feminismo. Y es que de hecho existen cada vez más asociaciones que se autodesignan jóvenes y feministas como para hablar de una forma específica de militancia, aunque tal vez esté un poco eclipsada por el hecho de que convive con el feminismo de mujeres de todas las edades y con el llamado feminismo institucional.
Estos grupos de jóvenes feministas forman parte de las redes sumergidas del feminismo, son parte de esos laboratorios en que se van cociendo visiones alternativas de la realidad. Y también hay
que señalar el activismo en el espacio virtual, el ciberfeminismo social de la red que de forma tan certera ha conceptualizado y rastreado Montse Boix en su trabajo “hackeando el patriarcado” (Boix, 2006).
Además de la militancia de las jóvenes hay que señalar otras militancias muy ligadas al feminismo y sus fines. Por un lado los grupos de activistas lesbianas que luchan por la doble discriminación que supone ser mujeres y lesbianas un colectivo que aún tiene mayores problemas de aceptación y reconocimiento que los chicos varones (Osborne, 2006). Por otro está emergiendo un fenómeno nuevo y muy sugerente como es el de los grupos de varones heterosexuales que juntan sus fuerzas para tomar distancia crítica y desafiar las normas y valores de la masculinidad patriarcal (Ahige y
Hombres por la Igualdad). La gran teórica feminista socialista Alejandra Kollontai expresaba a principios del siglo veinte, y ya con cierta amargura, que mientras cada vez había más mujeres nuevas, no se divisaba por lado alguno al “hombre nuevo”. Puede que estos grupos y asociaciones junto con la consolidación de los estudios de la masculinidad y las nuevas masculinidades sean ya esa minoría activa e influyente que tarde o temprano contribuye al cambio de las mentalidades y a la formación de un sentido común alternativo, como en su día en el feminismo.
Hoy como ayer las jóvenes harán lo que quieran, y no podría ser de otro modo, pero seguro que unas cuantas, las suficientes, seguirán tomando el testigo del feminismo y ellas, como en su día las sufragistas, las socialistas y las radicales, ellas cambiarán el mundo. Termino pues citando la declaración fundacional de uno de estos grupos de mujeres jóvenes en unas muy recientes jornadas. Tras haber hecho un recuento de los problemas sociales que acechan a las jóvenes por el único hecho de ser chicas, concluyen: “Es por ello, que consideramos necesario declararnos feministas, puesto que a pesar de que a nivel legislativo se reconozcan nuestros derechos, queda todavía mucho por recorrer hasta que la igualdad real entre hombres y mujeres exista” (Céspedes, 2008)
Conclusión
El feminismo tiene como objetivo explícito poner fin a una de las desigualdades más universales y duraderas de las existentes. La desigualdad sexual es también una profunda raíz material y psicológica de la que se nutren el resto de las desigualdades sociales. El problema del hambre, de las guerras, también se relaciona con la férrea interiorización de los valores de la desigualdad desde la infancia, que enseñan a convivir con la desigualdad como lo normal y natural, consustancial al género humano. Sin embargo, uno de los
principales problemas del feminismo continúa siendo el de hacer visible e injusta esta desigualdad para la mayor parte de la opinión pública. Este problema continúa teniendo más vigencia, si cabe, entre la juventud y en sociedades que, como la nuestra han puesto
fin a la práctica totalidad de las desigualdades formales. Y la tarea no es fácil porque también se ve dificultada por la fuerte y continua reacción ideológica contra las metas del feminismo. Por el continuo halago que reciben las niñas y las chicas por el simple hecho de serlo (el “todas son o deberían ser princesas”) y que oscurece la realidad de que la vida humana es una historia repleta de problemas, lucha y superación personal. Frente a esta reacción en que el feminismo se convierte en un anacronismo (que obstaculiza la renovada promesa de ser princesas) fenómenos como la persistencia o el recrudecimiento de la violencia contra las mujeres y el tráfico de chicas de todas la etnias y países para su prostitución permiten visualizar la contradicciónmanifiesta entre un valor cultural cada vez más aceptado como es la igualdad sexual y su falta de concreción real.
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