Artículo e intervención de Luis Torrego, en el Encuentro de Verano 2013.
La escuela pública, ese instrumento de igualdad, está siendo desmantelada. El sentido común sobre la educación está siendo colonizado por el lenguaje de la mercantilización y del economicismo. Es preciso reaccionar y hacerlo desde la formación del profesorado. Para ello en este artículo, tras mostrar con tres anécdotas la pérdida de los logros de lo público, de lo común, se propone recuperar el discurso del sueño educativo de igualdad de oportunidades que supuso la alfabetización y la educación pública. También se enumera media docena de propuestas que pueden ponerse en marcha por parte del profesorado para recuperar el sentido de la escuela pública.
Contenido
Luis Torrego en el Encuentro de Verano 2013
Introducción: la realización de un sueño
Me gustaría comenzar este artículo hablando de un formidable logro de nuestra sociedad, de una proeza que nos ha enriquecido colectivamente y ha marcado nuestro destino. Se trata de la realización de un hermosísimo sueño de liberación, de transformación. Ese patrimonio común, tan costosamente logrado, está hoy en peligro, pero, por eso mismo, es preciso subrayar su valor.
Comencemos con un viaje educativo en el tiempo. Situémonos en la España de la primera década del siglo XIX. En 1835 se publica, traducida al castellano por Pascual Madoz, la obra “Estadística de España”, del aventurero, militar y pionero de la estadística en Europa, Alexandre Moreau de Jonnes. En ella, este autor afirma que España es la nación más desconocida de Europa, pero también la que despierta un más vivo interés.
En su libro se expresa, en palabras del autor, en términos numéricos, extraídos de documentos oficiales y auténticos, la realidad española. En el ámbito educativo la situación es terrible: a partir de sus estimaciones puede afirmarse que el 94% de la población no sabe escribir a principios del siglo XIX. El estudioso francés afirma que el sistema de educación pública tendía en España a eternizar la esclavitud de los espíritus y por eso limitaba la enseñanza a las clases superiores y en ella nada se recogía que fuera importante para los intereses de la sociedad y la utilidad del país.
Hace muchos años que los hombres ilustrados que ha producido la Península reclaman una educación nacional, popular, gratuita, extensiva a todas las clases de la población, inclusos los habitantes de las campiñas. Hasta el día ha permanecido el pueblo privado de toda instrucción, excepto la que recibía del clero, y cuyo casi único objeto era el cumplimiento de sus deberes religiosos. (MOREAU DE JONNES, 1835, p. 336).
Este es el panorama educativo de la España de comienzos del siglo XIX, que contrasta con el de otras naciones europeas, que han comenzado ya entonces a desarrollar y organizar sistemas públicos de educación y han avanzado considerablemente en la alfabetización de la población. Si siguiéramos viajando en el tiempo veríamos que, poco a poco, mucho más lentamente que en el resto de Europa, se produce en nuestro país también el logro formidable de la alfabetización. Hay en ese proceso momentos fulgurantes, de un progreso extraordinario, como en el caso del primer bienio de la Segunda República (1931-1933), con su renovación de la formación inicial del profesorado o con su programa de construcciones escolares. El resultado es que unos años después de comenzada la denominada transición, en la década de los ochenta del pasado siglo, la alfabetización de la población española prácticamente se ha completado. Para valorar este resultado es preciso recordar que partíamos del 6% de población alfabetizada.
¿Quién es el responsable de esta transformación social? Manuel de Puelles (2008) lo dice con toda claridad: esta gesta no se la debemos al mercado, ni a la iniciativa privada, que jamás hubiera encontrado rentable escolarizar a una población diseminada, abrumadoramente rural, ni a las órdenes religiosas, dedicadas a la enseñanza, o al adoctrinamiento si quisiéramos ser más precisos, de las clases acomodadas. La responsabilidad de esta proeza es de la escuela pública, sostenida por el Estado mediante la creación y extensión de centros públicos.
Puelles (1993) también señala cuál puede ser considerado el momento fundacional de la escuela pública: la nacionalización de los bienes eclesiásticos, por parte de los revolucionarios franceses, en noviembre de 1789. La Iglesia católica de Francia se dedicaba, casi en régimen de monopolio, a la caridad o asistencia pública y a la educación, campos que quedaron desasistidos. Inmediatamente la Asamblea encargó al Estado la gestión de estas actividades sociales, transformándolas así en servicio público. Es significativo que el origen del carácter público de la educación, de los servicios sociales e incluso de la sanidad, que surgiría después, esté en un impuso secularizador. Es evidente que una de las notas distintivas de la escuela pública tiene que ser su carácter laico.
Y es preciso señalar que se trata de una conquista social de una magnitud admirable. Se trata de un empeño civilizador que ha logrado un avance social de una extraordinaria relevancia, un ejemplo -este sí y no otros de los que tanto habla el poder- de excelencia educativa: la alfabetización, la escolarización de toda la población. Y quien escribe esto lo sabe muy bien, pues es consciente de que esta hazaña social le ha cambiado la vida, pues ¿cómo, de no haberse producido, hubiera podido estudiar tres carreras universitarias y obtener un doctorado el hijo de una costurera y de un trabajador en un taller de lavado y engrase de coches, el nieto de una campesina analfabeta? La escuela pública me amplió los horizontes vitales y, como tengo conocimiento de ello, he adquirido la obligación de defenderla para que siga beneficiando a las generaciones venideras. La conquista de la alfabetización, la historia de la creación de la escuela pública debería ser difundida por todos los medios, debería formar parte de la formación de todos y todas. Tenemos el imperativo ciudadano de salvaguardar su aspiración de equidad frente a la presión mercantilizadora y a su estrategia de conformación de un sentido común consumista y competitivo que conduce a aceptar las reformas neoliberales.
El sueño amenazado: tres anécdotas.
En el momento de escribir estas líneas el escenario en que se desenvuelve nuestra escuela pública es muy preocupante. La vieja idea que ya enunciará el Marqués de Condorcet en el siglo XVIII de la educación como un derecho, como una obligación del Estado -Condorcet llega a titular uno de los apartados de su primera Memoria “La sociedad debe al pueblo una instrucción pública, como medio de hacer real la igualdad de los derechos” (CONDORCET, 2001)- para avanzar en la igualdad de oportunidades y conformar un servicio público independiente de cualquier poder político o eclesiástico, está hoy muy amenazada.
Detengamos nuestra mirada en las premisas de la escuela pública que Gimeno Sacristán (1999) establece: la garantía del derecho de todos a la educación, la expresión de un proyecto de vertebración social sólo defendible desde una perspectiva ideológica solidaria, el fomento de una idea de ciudadano libre e individuo independiente y una escuela animada por un propósito colectivo. Fijémonos en las características que ha de reunir la escuela pública según la revisión de autores llevada a cabo por González Lázaro (2006): plural ideológica y culturalmente, independiente, obligatoria, gratuita, científica, laica, democrática, comprensiva, abierta y orientada a conseguir el desarrollo integral de la personalidad. Si ahora nos volvemos hacia el discurso del poder político y económico, la valoración no puede ser otra que ese camino está hoy muy amenazado.
Para mostrar lo que digo recurriré a tres anécdotas que muestran otras tantas derrotas que sufre hoy la escuela pública. Aunque no pretendo elevar a categoría estas anécdotas, sí creo que tienen una cierta significación. Y no son situaciones derivadas del proyecto de la LOMCE ni de la actuación del nefando ministro Wert ni de su inquina hacia la igualdad de oportunidades.
Este curso me ha correspondido ser el profesor de un grupo conformado por un par de alumnos y sesenta alumnas de primer curso de Magisterio de Educación Infantil. Soy un profesor afortunado; son estudiantes motivadas, que han trabajado bien y con gusto por la educación. Pero, obviamente, no quiero hablar de eso, sino de lo que me sucedió con ellas en la segunda semana de curso. Surgió en clase el tema de la titularidad de los centros educativos y alguien dijo que no sabía cómo clasificar a los colegios concertados, ¿son públicos o son privados?
Como la mayoría de mis estudiantes proviene del bachillerato y aún no se ha concertado esa etapa educativa, creí que la distinción la harían ellas mismas con facilidad. Mirad, dije, es sencillo: ¿Quién ha estudiado de manera gratuita este último curso, sin coste para su familia? Quien haya estado en esa situación ha estudiado en un instituto público. Una alumna de la primera fila levantó la mano y dijo que ella había estudiado gratuitamente en su centro, que su centro entonces era público. Y dijo el nombre bien alto, con sonrisa y gesto de triunfo: el Claret, un centro dependiente de los Misioneros Claretianos. Rápidamente aclaré que ese centro era privado y que allí sí se pagaba la correspondiente cuota por cursar el bachillerato. Insistí buscando a alguien que hubiera pagado para poner otro ejemplo, ahora sin confusión, de centro privado y otra estudiante, resuelta, nos dijo que su familia se había gastado un montón de dinero en pagar sus estudios. Satisfecho por el ejemplo que se presentaba, dije a la clase: ¿Veis? Vuestra compañera ha estudiado en un centro privado. Dinos el nombre de tu instituto. El Andrés Laguna, dijo mi alumna, sin descomponer su gesto, ante mi estupefacción, pues quizás ese sea el instituto público más conocido de la ciudad.
La segunda anécdota es bien sencilla de contar: cuando he ido a visitar a los estudiantes a los que tutorizo en el Practicum en un colegio público me he encontrado con un cartel en la parte superior de la puerta en el que puede leerse, con letras que destacan: “Prohibido el paso a toda persona ajena al Centro”.
La tercera anécdota exige entrar en un instituto, también público. Allí, bien cerca de la cartelera de la entrada, en el tablón de anuncios, se situaba en cursos pasados -ignoro si lo está en el presente- un cartel con el título de “Los 40 principales” y el logo de la emisora musical más importante en España. Cada trimestre, puntualmente, ese cartel recogía la lista, con la media de sus calificaciones, nombre y apellidos y el grupo clase al que pertenecen, de los 40 estudiantes del centro que obtenían una nota media más elevada. Supongo que se pretendía publicar la lista, trimestral eso sí, de los 40 éxitos educativos del centro tal y como la emisora lo hace cada semana con los éxitos y superventas musicales.
Expuestas estas anécdotas, uno se pregunta qué deber social para con la educación pública hemos omitido para que jóvenes de 18 años no sepan quién costea sus estudios, si es su familia o la sociedad, mediante un servicio público, la que se encarga de sostener la realización del derecho a la educación. ¿Cómo es que han llegado a la universidad sin tener noticia clara de esta distinción, de lo que supone? ¿Cómo puede el profesorado de la escuela pública privatizar su centro impidiendo el paso al mismo, cómo es capaz de convertir en natural la prohibición de entrar en él, lo que supone la destrucción del carácter abierto de la escuela, de la idea de comunidad educativa? ¿Por qué un centro público apuesta por la competitividad en lugar de la cooperación, por qué no se orienta a la solidaridad?
Las personas que amamos la educación pública, deberíamos tener claro que es un logro histórico del bien común “cuya seguridad depende, precisamente, de la medida en que sea apreciado como una causa común, un ideal o una narrativa…” (GIMENO SACRISTÁN, 2001, p. 17). Sin embargo, hemos cedido a la sistemática y machacona tarea de los grupos conservadores y de los neoliberales, que se han aplicado en el ingente proyecto de resignificación, de vaciado de significado de conceptos fundamentales y su sustitución por otro vocabulario más propicio para los intereses de las ideologías conservadoras que buscan la aceptación de las políticas de fuerte recentralización y de control autoritario de los sistemas educativos. Políticas que, como sostiene Jurjo Torres (2012, p. 105) “se apoyan en una manipulación de palabras biensonantes como eficacia, excelencia, calidad, competencia… cual eslóganes bajo los que disfrazar medidas de recorte de la democracia”.
Defendiendo nuestro sueño: media docena de propuestas.
¿Qué está en nuestra mano, en la de los profesionales de la educación pública, para responder a esta situación? ¿Podemos hacer algo? Creo sinceramente que sí, pues estoy convencido de que Freire lleva razón: somos seres condicionados, pero no determinados. Su legado nos orienta: en cuanto presencia en la historia y en el mundo, lucho esperanzadamente por el sueño, por la utopía, en la perspectiva de una pedagogía crítica (FREIRE, 2001, p. 128). Como señala Bauman (2013), por muy limitado que parezca el poder del sistema educativo actual, tiene aún suficiente poder transformador contra la amenazante dictadura del mercado. Desde esa plataforma apuntaré únicamente media docena de propuestas, pues así lo exige la adaptación a los límites de este trabajo.
La primera propuesta se traduce en que debemos aceptar nuestro compromiso social y político con la escuela pública. Eso significa que no debemos desaprovechar la oportunidad de salir a la calle, de apoyar concentraciones y manifestaciones de la “marea verde”, que no debe invadirnos el cansancio y el derrotismo del “somos siempre los mismos”. Como dijera el propio Freire, “soy profesor en favor de la lucha constante contra cualquier forma de discriminación, soy profesor contra el desengaño que me consume y me inmoviliza. Soy profesor en favor de la esperanza que me anima a pesar de todo” (FREIRE, 19997, p. 99).
La segunda es que hay que convertir a lo público, en general, y a la escuela pública, en particular, en contenido de enseñanza. No podemos permitir que sectores importantísimos de la población no conozcan qué es lo público, cuáles son sus razones, cuáles son sus beneficios. Habrá que hablar de ello en las aulas y también en las jornadas, en los congresos. Frente al ruido constante de desprestigio de lo público por el mensaje neoliberal no podemos oponer el silencio de las razones de lo público. Hay que difundirlas. Y para hacer frente a los ataques que recibe, habrá que recordar que el derecho a la educación está protegido por la Constitución y por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que ambas obligan a que el objeto de la educación es el pleno desarrollo de la personalidad humana, lo que excluye la reducción que propone la LOMCE, por ejemplo, que traduce la educación a la formación de un ser economicista. Deberíamos leer el artículo 27.2 de la Constitución en nuestras clases uy colocarlo a la puerta de nuestras escuelas para recordar que el derecho de todos a la educación está garantizado mediante una programación general de la enseñanza con participación efectiva de todos los sectores de la comunidad, ahora que esa participación brilla por su ausencia. Y también hacerlo con el artículo 26.2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para remarcar que nuestra educación debe fortalecer la comprensión, la tolerancia y la formación en derechos humanos y contrastar esa obligación con su ausencia en la futura ley de nuestra enseñanza. Por amor a nuestra profesión estamos obligados a recordar los principios constituciones y universales que han de guiar a la educación, atacados por estos patriotas de hojalata.
Si entramos en la tarea diaria y concreta de nuestras escuelas quizás la primera sea enfrentarnos al silenciamiento de la experiencia. Como señala Aparicio (2013), la experiencia, personal o social, es frecuentemente silenciada o simplemente excluida del proceso de aprendizaje en las instituciones educativas, lo que potencia los automatismos y las automatizaciones, la pedagogía fría y abstracta, con una fuerte base psicologicista, que excluye sentimientos y emociones, invisibiliza la naturaleza política de la educación y nos acostumbra a la heteronomía, al avance de la educación bancaria. Tenemos que convertir la experiencia en un proceso pedagógico. Qué mejor cosa, por ejemplo, que aprender la práctica -experiencia de la propia democracia, como sostiene el propio Aparicio: participación, distinción-elección- decisión, etc. Y ello sin simulacros-simulaciones-experimentos. La experiencia de nuestros educandos, la personal y la social, tiene que inundar nuestras aulas.
Otra tarea que parece sencilla, pero que encierra en sí un potencial revolucionario, es la de la enseñanza de la argumentación. Debemos educar a nuestro alumnado en la argumentación, a que debemos dar razones para justificar un hecho o una conducta y que estas deben tener validez intersubjetiva o susceptible de crítica y precisamente a través de ella llegar a acuerdos comunicativos. Dice Habermas (1985) que, como sujetos capaces de lenguaje y de acción hemos de estar en condiciones no sólo de comprender, interpretar, analizar, sino también de argumentar según las necesidades de acción y de comunicación. Y esta es una tarea de nuestras escuelas, donde las diferentes aportaciones han de ser consideradas según la validez de los argumentos y no por una relación autoritaria y jerárquica en que alguien pretendidamente superior determina lo que es necesario hacer o aprender. Si cumplimos ese requisito y adaptamos a él la estructura organizativa y el clima de la institución educativa, nos encaminaríamos al diálogo igualitario, una magnífica formación ciudadana. Sólo de esa manera podemos conformar una ciudadanía activa, formada en el diálogo, en la confrontación de argumentos. Se desmontarían así ocurrencias como esa insistencia de que hay que cambiar nuestro sistema educativo porque ha generado un 55 % de paro juvenil, como si hubiera un solo argumento en que apoyar lo que se dice.
La creación de auténticas comunidades educativas en los centros de enseñanza es otra cuestión que habrá que poner en marcha. Eso implica, sobre todo, el desarrollo de la participación. El proyecto Includ-ED (FLECHA, GARCÍA, GÓMEZ & LATORRE, 2009) ha mostrado tipos de participación que contribuyen a la superación de la exclusión social y favorecen el éxito educativo: la formación de familiares y de otras personas de la comunidad; la participación de la comunidad en procesos de toma de decisión importantes dentro de la escuela; la participación en el desarrollo del currículo y de la evaluación, y la participación de familiares y personas de la comunidad en espacios de aprendizaje, incluidas las aulas. El modelo de Comunidades de Aprendizaje ha evidenciado las enormes posibilidades transformadoras, los beneficios de la participación, de ese acercamiento familia-escuela. Hay que romper esa ilógica desconfianza entre las familias y el profesorado y eso sólo se consigue fomentando la participación y creando comunidad.
Soy formador de futuras maestras y maestros y por esa condición albergo un sueño: la de aportar un granito de arena a que surja una generación de docentes que eduquen para la desobediencia. Hoy se considera que la persona bien educada es aquella que es obediente, que reproduce lo que le han inculcado. Pero la educación no es eso, como repetía machaconamente el recientemente desaparecido José Luis Sampedro. La educación es la formación de seres humanos completos y para ello se necesita la formación del pensamiento libre, para que las personas vivan su propia vida y eviten reproducir lo que otras han pensado por ellas. Y hoy, ahora, esta es una cuestión central. Necesitamos otra educación ante el conformismo y la obediencia ciega, ante el síndrome de insolidaridad dócilmente adquirida, que denunciara Mario Benedetti (1880) hace ya más de dos décadas, ante los ataques que está recibiendo ahora la educación pública, que es el bien más valioso que tenemos los que amamos la enseñanza. También la necesitamos para evitar el dominio de unos pocos que determinan las condiciones de vida de la mayoría de la población. En el actual estado de cosas, con un poder que compromete el futuro del planeta y de las futuras generaciones, que empobrece la vida humana, el abandono de la pasividad constituye un clamoroso deber educativo y el cumplimiento del mismo pasa por reivindicar la educación para la desobediencia.
Referencias
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