La obsesión del Ministro Wert con el ranking de PISA (Program for International Student Assessment) raya en la obsesión. Son pruebas estandarizadas a estudiantes de 15 años que miden su rendimiento a partir de unos exámenes que dan resultados cuantitativos que sirven para establecer un ranking comparativo entre los países de la OCDE.
Como explica la profesora Maria Angeles Llorente, PISA no evalúa, sino que examina, y lo hace sobre un modelo competencial reducido no ya a tres materias, sino a determinados aspectos de esas materias. Pruebas realizadas fuera de contexto que ni siquiera miden lo que dicen medir y que se hacen de muestras de población que no son representativas del conjunto. Este tipo de pruebas, como dice esta experta, transforma el deseo de aprender en afán de aprobar, lo que pervierte el fin último de la educación, que no es otro que desarrollar en las personas el gusto por el saber y la pasión por aprender.
Las reformas educativas se han tendido a justificar tratando de presentar una imagen de catástrofe del sistema educativo anterior. Los argumentos que se han utilizado para ello han sido recurrentes en el caso de los partidos conservadores y neoliberales de toda Europa. Hace pocos años así se aplicó en España con el intento de implantar la LOCE y ahora con la imposición de la actual LOMCE. Fracaso, absentismo y violencia escolar se utilizaron ya con la primera, para justificar la ideología del esfuerzo e incidir en la necesidad de la disciplina, convirtiendo así a las víctimas (el alumnado) en culpables -de los resultados- por no esforzarse lo suficiente y al profesorado en autoridad disciplinaria que debía “meterlos en cintura”. Es decir, la vuelta a la ideología decimonónica de “la letra con sangre entra” con neolenguaje renovado. Actualmente el Ministro Wert ha introducido otra nueva variable en la ecuación de la catástrofe educativa para justificar su actual reforma educativa: la incapacidad de brillar en el palmarés de la excelencia de los rankings internacionales. Se recupera así el tradicional método “jesuítico” de aquellos que más nota obtengan en el examen se les pondrá en las primeras filas, y quienes suspendan o no se adapten al sistema serán arrojados a las filas de atrás o expulsados del mismo. Pero con el lenguaje renovado de la excelencia académica y las competencias. Toda esta neolengua, con sabor a presunta neomodernidad importada del mundo empresarial, nos sitúa en un paradigma educativo mercantilista en el que se propone “medir” determinadas competencias para que los “clientes” puedan comparar y elegir el “producto educativo” que mejores ventajas competitivas les ofrezca para el futuro laboral de su prole. Ya no se plantea la educación y la formación como un derecho que se ha de garantizar, sino como una inversión personal en la que cada cual compite por conseguir la mejor rentabilidad posible de dicha inversión.
Es preciso denunciar el uso de este tipo de ranking para atribuir calificaciones de excelencia y fracaso a resultados que apenas difieren entre sí. En este sentido, explica Enrique Bethencourt, cada vez que aparece un informe PISA o cualquier otro de los rankings el catastrofismo se apodera del PP y sus medios de comunicación afines. Con titulares engañosos que buscan generar alarma social: “Los jóvenes obtienen 23 puntos menos que la media de la OCDE en problemas cotidianos”, parecen querer anunciar una “hecatombe”, que realmente, si nos fijamos en los datos es irrisoria. Al tratarse de un baremo con la media situada en 500 puntos, los 477 de España equivaldrían a la “enorme distancia” entre 4,8 y 5 en nuestro sistema habitual de calificaciones. Y equivaldría a que Finlandia obtuviera un 5,2 y Singapur, la más destacada, un 5,6. Es decir, el number one’ nos saca la friolera de 0,9 puntos, como analiza Bethencourt. A este respecto se pregunta el sociólogo José Saturnino Martínez: “¿Consideraría catastrófico que un hijo suyo obtuviese un 6 de nota media y otro un 5,93?” Añadiendo que se debe tener en cuenta que “España es de los países de la OCDE que más ha incrementado el nivel educativo de su población, casi triplicando la proporción de titulados con secundaria (o superior) entre los jóvenes con respecto a la generación de sus padres (64% y 26% respectivamente, mientras que en la OCDE la relación es de 77% y 69%)”. Los resultados del estudio PIACC (PISA para personas adultas) revelan no sólo que el alumnado español constituye la generación mejor formada de este país, sino que además es, de toda Europa, el que mayores diferencias registra en su nivel competencial respecto a sus familias.
El problema es que titulares como “Suspenso en PISA”, “A la cola en…” lo que generan es un modelo de competitividad entre las instituciones docentes y entre países, completamente ajeno a los principios educativos y a la cooperación y construcción del aprendizaje y de la ciencia que ha venido presidiendo el conocimiento colectivo de la especie humana y su avance en todos los campos del saber.
Este enfoque neoliberal que nos quieren introducir tiene que ver esencialmente con una orientación de la educación para preparar mano de obra para el mercado laboral donde las familias aprenden que los centros situados en los mejores puestos del ranking les darán más posibilidades a sus retoños de colocarse en el futuro mercado laboral y la Universidad se especializa en buscar formas de rentabilizar y patentar productos y patentes vendibles en el mercado internacional que las sitúe en lo alto de esos rankings para poder seguir obteniendo financiación externa, ante el constante recorte de los recursos públicos, dado que éstos los gobiernos conservadores y neoliberales (véase la modificación pactada entre ambos del art. 135 de la Constitución española) han decidido dedicarlos a rescatar a bancos, financieras y constructoras de autopistas.
En esta loca y desenfrenada carrera por estar en el ranking, pues quien pierde el tren de la excelencia acaba descarrilando, el profesorado se centra en buscar la forma de obtener resultados, dedicando el tiempo a preparar lo que le piden en las pruebas o a conseguir aquello que les sitúe en la cúspide del ranking. El alumnado con dificultades y diversidad se convierte en un estorbo y ya no se piensa qué puede hacer el centro por el alumno o alumna, sino qué pueden hacer ellos porque el centro mejore su posición en los resultados del ranking de competencias. Por supuesto, los conocimientos e investigaciones no “rentables” y no aplicables al mercado se vuelven una pérdida de tiempo, y se dejan de financiar proyectos “improductivos” que tengan en cuenta las necesidades de los sectores sociales más desfavorecidos o de las minorías. Estamos construyendo así una sociedad del conocimiento, una sociedad de las oportunidades…, para los “excelentes”. El resto estará destinado al trabajo precario, temporal, rotativo y mal pagado, al que se le piden unas “competencias” básicas en lengua, matemáticas, inglés e internet, como se empieza a reflejar en el desarrollo de los currículos de educación en las comunidades autónomas.