Luis Torrego Egido. Profesor de la Facultad de Educación de Segovia
La pandemia del COVID-19 ha cerrado las escuelas y, si uno lee los titulares de cualquier medio, se encontrará con alusiones frecuentes al crecimiento de la desigualdad educativa, muchas de las veces ligada a la brecha digital.
” Educar en tiempo de aislamiento”-Foro de participación.
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¿Culpable la pandemia?
Parece como si la pandemia nos hubiera traído la desigualdad a la educación o, por lo menos, como si hubiera puesto sobre la mesa un problema que antes tenía una magnitud cualitativamente menor. Ninguna de las dos cuestiones es cierta. Basta con mirar cualquier indicador social o educativo para darse cuenta. Por ejemplo, hay casi un millón y medio de menores en situación de pobreza severa, España es el segundo país de la Unión Europea en fracaso escolar, mídase este concepto por el abandono escolar temprano o por el porcentaje de alumnado que no obtiene la titulación educativa básica. Y si se analizan por clases sociales esas cifras del fracaso, el resultado es que viene muy mayoritariamente ligado a los grupos más vulnerables desde el punto de vista social y económico.
¿Por qué sucede esto?
¿Por qué nuestro sistema educativo no solo no sirve a la equidad sino que actúa en muchas ocasiones como un mecanismo de discriminación social? Creo que contribuye una multitud de causas, algunas de las cuales se nombran muchas veces, como la escasa inversión en educación o los recortes que se produjeron en la última década. Otras, sin embargo, son menos citadas y, a mi modo de ver, tienen mucha importancia. Describo, a grandes rasgos, tres de las raíces de la desigualdad educativa, que son menos señaladas.
La primera de ellas es el conformismo de la opinión pública con la desigualdad. La desigualdad social, y más la educativa, permanece oculta, no aparece ante el horizonte de la mayoría, que no se plantea si existen escuelas gueto o si hay minorías que no acceden a los niveles superiores de la educación. Por otra parte, se ha construido un relato social en el que un determinado sector ideológico ha conseguido “naturalizar” la desigualdad. Hoy, las políticas orientadas a la justicia social son combatidas sin necesidad de presentar argumentos en contra; basta, simplemente, con calificarlas de comunistas o bolivarianas, por ejemplo, e insultar en las redes sociales a quienes las proponen. Esa naturalización se sustenta en algo tan irreal como que cada niño o niña, con su propio esfuerzo, construye su trayectoria escolar, es responsable exclusivo de ella. Los éxitos o los fracasos educativos son producto directo de la voluntad y del mérito de cada alumno o alumna concreto. Esta sinrazón la comparte no solo buena parte de la opinión pública, sino un sector considerable del profesorado.
Solo así puede justificarse la situación actual: mientras se discute la necesidad del ingreso mínimo vital aumentan, año tras año, las transferencias de dinero público al negocio privado de la enseñanza que tiene el nombre de escuela concertada. Esas cuantiosas partidas del dinero recaudado por el Estado siguen la lógica contraria de la equidad: la escuela concertada no acoge con igualdad a la infancia de las distintas clases sociales, sino que sirve, en muchas ocasiones, para separar el destino escolar de los hijos e hijas de las familias de la clase media de los hijos e hijas de la inmigración, de la pobreza o de la vulnerabilidad social. En este escenario el logro de los partidos políticos de la derecha –e incluso alguno que se autodenomina de izquierdas- es descomunal: han logrado que este ataque a la equidad se convierta en una cruzada a favor de una pretendida y falsa libertad de centro. La educación debiera regirse por lo que dicen las leyes, incluso si cuidan tan poco el interés general como la LOMCE, que proclama que nuestro sistema educativo ha de garantizar “la igualdad de oportunidades para el pleno desarrollo de la personalidad a través de la educación, la inclusión educativa, la igualdad de derechos y oportunidades que ayuden a superar cualquier discriminación y la accesibilidad universal a la educación, y que actúe como elemento compensador de las desigualdades personales, culturales, económicas y sociales…”. Es de una lógica aplastante. Ojalá fuese verdad.
La tercera de las causas es el avance inexorable (lo utilizo aquí en la segunda de sus acepciones: que no se deja vencer con ruegos) de la apariencia y del marketing educativo que han hecho retroceder a la buena educación. Me explico: hay una serie de cualidades que distinguen la buena educación, como la construcción de un proyecto educativo de centro, la constitución de una verdadera comunidad educativa, la puesta en práctica de los principios de inclusión, el fomento de la participación y de la democracia en la escuela, el desarrollo de un clima de confianza, de cooperación y de respeto en las aulas, el reconocimiento de la infancia como sector de la población con derechos que han de ser respetados, un currículum despojado de la sobrecarga de rutinas y academicismo y centrado en la autonomía, la solidaridad, el pensamiento crítico y en la educación integral…que no se aplauden y, sin embargo, se valoran otras cuestiones que han demostrado ya que no avanzan en esa dirección, sino que matan el deseo de aprender e introducen desigualdad en la escuela: la evaluación entendida como calificación, el uso del libro de texto como guía de la enseñanza, las innovaciones centradas en los recursos tecnológicas o instauradas como una moda vistosa para “vender” el producto educativo, la competitividad como estrategia de distinción de un centro,… La escuela para todos y todas, la de la primera parte de este binomio, es la escuela que convierte las dificultades en posibilidades; la otra es la que aumenta la desigualdad.
¿Qué ha hecho la pandemia?
La pandemia no ha modificado sustancialmente estas cuestiones, pero sí ha puesto de manifiesto sus efectos y ha mostrado con más claridad los mecanismos de las mismas. Así, ha aparecido la crudeza de la brecha digital, pero no hay que engañarse: la igualdad no se consigue dando una tarjeta de datos o una tableta a una familia vulnerable. Tendrán el aparato, pero la mesa seguirá siendo la misma y la vivienda tendrá las mismas condiciones de salubridad, por ejemplo…y el nivel cultural, económico y educativo de las personas adultas de esa familia no aumenta con los gigahercios. Mientras, en el confinamiento, miles y miles de niños y niñas se han quedado sin asistencia educativa; ese tema, no obstante, no ha tenido fuerza suficiente como para convertirse en primera plana de los titulares de los medios. Solamente ha cobrado interés informativo cuando hemos avanzado en la vuelta al trabajo y se ha planteado el problema de la conciliación, que es, ciertamente, un problema real y que, por su repercusión, afecta a la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la pérdida del derecho a la educación de una parte de nuestra infancia no ha generado la misma inquietud.
Por otra parte, se ha extendido en multitud de imágenes la idea de que la educación privada (me refiero al sector de la concertada) funciona mejor. Suyas son la mayoría de las escenas de reingreso a la escuela que se transmiten estos días, incluso hay encuestas en que se dice que las familias están más satisfechas con su actuación en esta etapa de docencia no presencial. A la vez, la televisión educativa ha ofrecido una programación rancia y monótona, gestionada por empresas, perdiéndose así una oportunidad de calidad educativa, en medio de la oleada de sobrecarga de tareas que ha llegado a muchas casas. Se han cantado los beneficios de la docencia online, que incluso se ha presentado, en ocasiones, como una alternativa al profesorado. La evidencia ha mostrado, sin embargo, que es la buena educación, la centrada en la autonomía y cuidado del alumnado, en el estímulo de su aprendizaje, en el acompañamiento y la comunicación con las familias, en el desarrollo de la creatividad y de la educación integral, la que es verdaderamente valiosa. Valiosa y útil, porque también sirve para luchar contra la desigualdad y construir la equidad.
¿Qué podemos hacer por la equidad después del confinamiento?
En realidad, debemos hacer lo mismo de siempre, hacer caso a Freire y plantearnos cómo transformar las dificultades en posibilidades.
¿Qué podemos hacer por la equidad después del confinamiento? En realidad, debemos hacer lo mismo de siempre, hacer caso a Freire y plantearnos cómo transformar las dificultades en posibilidades.
Es la hora de defender el servicio público de la educación, tan necesario como la salud pública, si queremos una sociedad justa y humana. Se defiende reclamando más inversiones, más medios y más personal, pero también, y sobre todo, haciendo verdad el lema de una escuela para tod@s en el día a día.
Es el momento de que quienes hemos hecho de la educación nuestra profesión mostremos un sólido compromiso ético con la equidad, con la defensa de los derechos del niño y con el desarrollo de la educación inclusiva, de que no temamos asumir responsabilidades de gestión en la necesaria transformación de nuestras escuelas.
Es el tiempo, también, de organizarnos en nuestros centros, en redes educativas, en movimientos de renovación pedagógica, y expandir las propuestas y las razones de la buena educación y someter a análisis y discusión este ruido continuo de propaganda conservadora, clerical y neoliberal que nos aturde. Difundir, asimismo, que si no hay igualdad en educación, la escuela es peor, menos humana y también menos eficaz.
Y, por qué no, de cuidarnos, de ser responsables en la vuelta a la escuela, de alegrarse del reencuentro, de la posibilidad de construir una nueva relación educativa, de disfrutar de la belleza de la educación.